sábado, 29 de diciembre de 2012

LA ÚLTIMA HOJA


  Hoy es madrugada de viento, y con las primeras luces, el vendaval va arrancando esas últimas hojas que se aferran a la inmortalidad en las ramas ya desnudas de los plataneros expoliados por el otoño también marchito. Suenan mis pasos, rompiendo la mañana, sobre el camino del parque tapizado  por esa hojarasca que perdió su juventud con los terminales calores del calendario. Y estas ráfagas, quizás las últimas del año, que despejan de mi cabeza todas las sombras acumuladas a lo largo de doce meses sin piedad, me van acercando los primeros olores de ese jazmín que prepara desafiante los rigores del invierno.

  El anciano se desliza sereno por el último tramo que conduce al cementerio de los sueños gastados. Camina, ajeno al viento, con la mirada amarga que acompaña la decepción, estéril ya en sus postreros pasos, enterado de que en su tumba nadie cincelará frases agradecidas, epitafios de lealtad ni románticas despedidas. Ningún perro fiel velará su ausencia, y las golondrinas de la próxima primavera evitarán su lápida. Con el fracaso en sus ojos apura sus definitivas horas, consciente de que nadie le añorará.

  Cruzamos nuestros pasos y en silencio me interroga:

  —Yo no soy el culpable, celebrasteis mi llegada colmando con vuestros anhelos mis primeros momentos de vida, soñasteis que conmigo terminarían las injusticias, la intolerancia y los abusos. Os abrazasteis, bebisteis y bailasteis convencidos de que yo obraría el milagro de una sociedad más justa, pero nada ha cambiado. Ahora contáis las horas que faltan para arrancar definitivamente mi última hoja y enterrarme en el bosque de vuestra memoria perdida. Sonarán las nuevas campanas y repetiréis el mismo ritual, volviendo a depositar en el que me sucede la esperanza de un futuro que sólo os corresponde a vosotros. Un día, un mes, un siglo, fracciones a las que les atribuís capacidades de una realidad de las que sólo vosotros sois responsables, Ningún año cambiará el mundo, esa es potestad del ser humano, nosotros sólo somos esas hojas que hábilmente creasteis para dejar que el tiempo se lleve anotadas vuestras hazañas y vuestras infamias. Hubo una época en la que el individuo fue dueño de su tiempo, marcando con sus actos calendarios que la historia conserva en marco de oro, pero eso ya pasó, ahora os habéis convertido en súbditos de la realidad, limitándoos a ver pasar los acontecimientos, y éstos nunca cambian por si mismos.               

  El anciano recorre ya lo que será el tramo final de su camino, a su paso el viento deja caer las últimas hojas que quedaban en las ramas, marcando el final de un calendario que nunca podremos recuperar.

  Hoy es madrugada de viento, ya no suenan mis pasos sobre el camino, este vendaval se ha llevado los restos del último año.

Oscar da Cunha
29 de diciembre de 2011

lunes, 10 de diciembre de 2012

DANCE ME TO THE END OF LOVE


  ¿Qué edad pueden tener?, ¿veinticinco?, ¡no!, veinte a lo sumo. ¡Qué más da! Esta noche la luna se ha hecho adicta a su amor y ha decidido apagar su luz para proteger su intimidad, ¡egoísta!, los quiere sólo para ella. La vieja farola del parque también colabora con la pareja, regalándoles justo ese rincón de penumbra bajo el que se encuentra su banco. La brisa meridional todavía acerca el sonido del viejo saxo, alguien olvidó cerrar la puerta trasera del club del callejón, o quizá no. ¿Qué importan las horas si también el sauce les protege?
  Entre besos intercambian promesas, comparten sueños que la vida, a veces, intentará convertir en pesadillas, y tendrán que enfrentarse a ellas, y a la vida, manteniendo vivos esos besos y recordando que esta noche tuvo como testigo la caricia de su alma desnuda. Ella sonríe con los ojos húmedos, demasiada felicidad en un solo instante y el temor a que los años marchiten sus ideales. Él, no es aún capaz de adivinar que esa flecha que ahora se está clavando en su corazón compartirá sus canas, y será su salvavidas cuando el barco se hunda por tantas decisiones mal tomadas.
  ¿Y el deseo? Esa poderosa fuerza que tolera que hoy sus manos sean torpes, pausadas, imprudentes ante la inocencia, suavemente las irá adiestrando en las frías noches de invierno para convertirlas en certeras bajo los fuegos de colores. Pasando juntos las hojas del calendario irán aprendiendo que el calor sólo se mantiene añadiendo madera.

  ¿De dónde saco yo un perro a estas horas? No me parece discreto pasear solo por el parque, no hay manera ni forma pero no quiero perderme esos besos; lo que yo daría por disfrutar del brillo de sus miradas y oír sus coplas, si alguna vez yo también tuve veinte años…, si alguna vez yo también estuve en ese banco…
  ¿Te acuerdas? La escena se pierde entre la niebla del tiempo, pero los besos…, aquellos besos los recuerdo enteros, sobre todo el primero, ese fue el más caro. ¿Y las palabras?, tan cálidas, aún no se han borrado de mi corazón, sucede cuando se tallan con la pasión de la voz amada. De las promesas, todavía quedan cuentas pendientes, muchas se perdieron entre tormentas, pero conseguimos salvar las más importantes, con más arrojo las de finales de marzo cuando empezó nuestra primavera. “Baila conmigo hasta el fin del amor”, y esa canción sigue sonando.
  ¡Como has envejecido viejo roble! Ella te acarició aquella noche de junio, cuando a mí me juraba amor eterno mientras yo les daba las gracias a todas las estrellas del pequeño trozo de cielo que nos había sido concedido. Le sequé su joven lágrima con la caricia de mi mejilla, y aún consigo retener la fragancia de ese perfume salado. Bajo tu sombra le ofrecí mi primer “Te quiero amor”, y tú dejaste caer una hoja que siempre me acompaña en mi cartera.
  ¡Y esa moto!, junto a ellos, bajo el sauce. ¿Cómo olvidarla?, yo le pinté esas rayas, ¿seguirá bien ajustada?, nunca arranca en este parque, cuando ella mira su reloj con las horas ya perdidas y el viejo saxo ha dejado de vibrar. El vagabundeo hasta su casa promete los últimos besos, los más profundos, las últimas promesas, las de mañana. Ya de vuelta, basta un guiño culpable para hacerla ronronear.
  A ti, vieja farola, hace casi treinta años que te pedí disculpas. Por la piedra con la que rompí tu bombilla, la que llevaba escritos nuestros nombres, sé que me has perdonado, hoy la veo en su mano, la de la chica del banco, se la guardará en el bolsillo de su chaqueta azul, y al volver a casa abriré el cajón para darle el beso de todas las noches.

  Viejo parque, amigo escondido, no te has dejado dominar, ajeno a los nuevos tiempos sigues siendo el caballero que guarda el misterio de los amores que florecieron bajo tus árboles, de los besos prohibidos bajo tus sombras, de las tímidas caricias con el sol de entre luces. Noches de verano y mediodías de invierno continúan siendo tus cómplices. No permitas que el susurro de mis pisadas sobre la hierba perturbe el mágico momento que esa pareja nunca olvidará; ahora, que al marcharme sin decirte adiós me marco un último baile, todavía la vieja canción sigue sonando.


Oscar da Cunha

10 de diciembre de 2012

jueves, 6 de diciembre de 2012

EL VIOLINISTA DE LAS SIRENAS

  Es uno de mis paseos cardinales, recorrer ese malecón, sobre todo para admirar que la jornada se va despidiendo, caminar con las aguas a ambos lados cuando éstas empiezan a enredar su color con el de las alturas. Hay un momento, al llegar a la última piedra, en el que se produce el hechizo y todo se vuelve azul, entonces, cierro los ojos e inspiro profundamente, convertido en gaviota alzo el vuelo y sé que todavía puedo soñar.

  Ya son varias, cuando al desandar, entre las sombras percibo el sonido de ese violín, es una triste melodía que no reconozco pero, ante el dulce canto de sus cuatro cuerdas, la mar se contiene y una brisa con fragancias de naranja, vainilla y benjuí, llega desde no sé donde.

  Hoy me paro a escuchar su concierto; él, con su traje negro, en pie sobre una roca, desliza el arco consiguiendo hacer suspirar la barra armónica y el alma del instrumento. Me siento a su lado, respetuoso, en la piedra inmediata, y me devuelve una sonrisa que llora desde sus ojos. No sólo yo lo disfruto, el tiempo también se interrumpe afinando la oscuridad que se presenta desde el este, no abundan las oportunidades de aturdirse ante un alquimista de los sentidos, y cuando una se presenta, la naturaleza siempre se somete. Aún no se han cruzado dos nubes y el violinista hace una pausa.

  —Es una preciosa poesía musical —le digo, y él advierte la admiración que insinúa mi mirada. Sonríe agradecido, más por la compañía que por el reconocimiento y compruebo que necesita conversación.
  —Toco para mis dos sirenas, el violín las atrae, salen a la superficie para bailar y así puedo verlas, casi todas las tardes, cuando por aquí aparece la soledad.
  Es un tipo elegante, aún joven, con una mirada serena y una voz que combina con los agudos armónicos que momentos antes envolvieron la bahía.
  —Es una lástima, yo no he podido verlas bailar, quizá la música se apoderó de todos mis sentidos…
  —No, nunca las verás —me responde con la voz ahogada bajo el nudo que disimula su negra corbata—. Sólo yo puedo hacerlo, a las niñas, las enterraron la semana pasada. Su madre no ha superado el golpe, jamás lo hará, y yo…, he encontrado esta manera de seguir viéndolas sonreír.
  Sus ojos se han llenado de lágrimas, saladas como el resto del agua que nos rodea. No puedo evitar incorporarme sobre mi piedra y abrazarlo.
  —Un hombre no debería enterrar a sus hijas, es una traición de la naturaleza.
  —No la culpes a ella —me dice mientras se coloca de nuevo el violín y retoma las primeras estrofas—. Yo soy el auténtico responsable.
 Su revelación me conmociona, retrocedo unos pasos horrorizado y no consigo articular palabra. Él, interrumpe de nuevo la sonata, y me dedica una atávica mirada.
  —A su padre también me lo llevé en el mismo accidente, pero él no era marinero. No intentes juzgarme, yo también sufro, a veces, con mi trabajo, gracias a estos momentos consigo superar mi condición. Cuando todo comenzó, alguien se tuvo que hacer cargo y yo juré cumplir con mi responsabilidad, aunque todos piensen lo contrario, no es fácil ser la muerte.

  Deshago el paseo del malecón, mientras, a mi espalda, vuelve a sonar, triste, el violín. La mar continúa serena, ellos dos son una vieja pareja; las sombras han llegado, las pausas que nos concede el tiempo siempre son efímeras. Yo no tengo prisa, pero sé que alguna noche esa melodía sonará para mí.

Oscar da Cunha

7 de diciembre de 2012

miércoles, 14 de noviembre de 2012

FANTASÍA CROMÁTICA A CUATRO MANOS


En fa mayor
“OTOÑO”

    “ Celebra il Villanel con balli e cantiDel felice raccolto il bel piacereE del liquor di Bacco accesi tantiFiniscono col sonno il lor godere.Fà ch'ogn'uno tralasci e balli e cantiL'aria che temperata dà piacere,E la Stagion ch'invita tanti e tantiD'un dolcissimo sonno al bel godere.I cacciator alla nov'alba a cacciaCon corni, schioppi, e cani escono fuoreFugge la belva, e seguono la traccia;Già sbigottita, e lassa al gran rumoreDe' schioppi e cani, ferita minacciaLanguida di fuggir, ma oppressa muore.”
                                                                                                         Antonio Vivaldi

Allegro
  Como cada principio de otoño, acudo a mi cita ritual con el bosque, que pone fin a la indolencia impuesta por los soles cegadores del verano. Es hora de que mis amigos, los árboles, que me protegieron generosamente con su sombra, inicien puntuales una fascinante metamorfosis ajena a todo, sólo regida por la ley natural de las estaciones...

  Ahora, cuando me queda más recorrido que por recorrer, empiezo a percibir el otoño como lo hace el viejo roble. Él, que sigue conservando esas hojas, hoy tardías pero aún verdes, y que contempla a las que, ya maduras por la estación, caen guardando grabados tantos recuerdos.
  Hojas de mi memoria, como esa en la que ya para siempre quedará tallada la ausencia de aquel joven amigo, cómplice en la inocencia, y que lleva escrita en el reverso su eterna sonrisa, plantada en la última curva de su camino.  

  Con las primeras lluvias, las hojas de los árboles con mil distintos tonos de verde, se han vestido de un sinfín de colores - amarillos, naranjas, ocres, blancos - en un acto de vieja coquetería.  Es su última sinfonía, el canto del cisne que prepara su entrega a la voluntad del viento. Quizás guardan todavía la esperanza de ser admiradas y recogidas por algún paseante dispuesto a gozar del espectáculo, antes de ser arrastradas por la pala inmisericorde del barrendero que recuerda el último gesto del sepulturero. ¿Qué sentirán las hojas a la hora de morir en brazos del viento?

  Caminando paso bajo el arce, hojas cargadas de egoísmo por tantos amaneceres que me fueron regalados y que no siempre quise disfrutar; de desprecio por las buenas compañías y reproche por las malas ausencias. Otras, llenas de cicatrices, bajo el nogal, por atravesar caminos oscuros, por detenerme en rincones sombríos, por tantas peleas de taberna en las noches de vino fácil. Hojas rotas, que me han enseñado a viajar hacia una nueva primavera con la única compañía del silencio.


Adagio molto
  Hojas muertas, otras tantas ilusiones perdidas un año más que inevitablemente invitan a un examen de conciencia. Las amarillas de hipocresía y mentiras, las ostentosas naranjas recordándome aquella vez que quise parecer lo que no fui, las rojas, puñales de mi pasión desvanecida, las ocres denunciando tanta basura moral, las blancas de mi inocencia perdida, las rotas anunciando el último viaje a ninguna parte... Quiero engañarme pensando una vez más que el próximo otoño será distinto, que aún me queda otra oportunidad cuando vuelva la primavera...

  Las del sauce, las más valiosas, esas las recojo todas y las escondo en el bolsillo secreto de mi mochila, están desgarradas con memorias llenas de errores de los que, durante lo que me queda por recorrer, seguiré aprendiendo.

  Las hojas de los castaños caen castigadas por ese viento de otoño que llegó de repente, sin anunciarse. Caen como una lluvia de recuerdos, desnudando las ramas del árbol que les dio vida dejando su alma al descubierto. Caen como lo hicieron aquellos afectos perdidos sin saber por qué, aquellas disculpas que no me atreví a pronunciar cuando aún era tiempo, aquellas caricias que quedaron sin respuesta, aquellos honores pasajeros que creí eternos...

  Al borde de la penúltima curva, ese castaño que amontona entre sus pies las hojas que guardan secretarias mil sueños de tantas noches de luna, son las más especiales porque allí duermen transcritos los cien mil velos de luz y oscuridad, en perfecta armonía, que me ayudan a ver el mundo tal como me gusta; enredadas entre las del abedul, testigos de mis vigilias compartidas con las estrellas, de mis diálogos con esos otros de los ojos plateados que me esperan para, algún día, enseñarme desconocidas  naturalezas con otoños eternos.

  Observo el terco comportamiento de los árboles de hoja perenne: los alegres abetos, los tristes cipreses, las majestuosas araucarias, último recurso de los pajarillos, que parecen felices dejándose mecer por los vendavales a sabiendas de que ganarán la batalla. Pienso que son irreales, que nada es perenne en la vida. Ni la alegría, ni la tristeza, ni la majestuosidad, ni la vida misma. Pero ellos, impertérritos, se empeñan en negar la realidad, en demostrarnos que algo hay también de imperecedero en los seres humanos: nuestro espíritu, la huella que nuestro carácter y nuestro  quehacer dejó en los otros. ¿Serán árboles, o dioses?

  Recojo, ya vencidas, las de la higuera y veo la huella de tantos que me precedieron, de cuya experiencia y sabiduría me he iniciado, esas me las guardo agradecido por no haber sido el primero. En las del laurel, inmortales en la planta, descubro los surcos que siguen trazando quienes me acompañan, y las acaricio satisfecho por no ser el último.

  Las hojas del borrachero nunca fueron bellas, ni siquiera en su juventud. Toda la energía del árbol se fue en dar a luz sus enormes flores campanillas, obligadas por el propio peso a lucir su corola mirando al suelo. Aquellas flores ya cumplieron su tarea de alucinar con su polen a quien se atreviera a descansar un rato al pie del árbol. El borrachero es un tramposo y, en castigo, sus hojas caen arrugadas, descoloridas, quebradizas, con la fealdad de la muerte inscrita en sus genes. No me gustan, no quiero acercarme a ellas quizás porque presiento que son una metáfora de mí misma.

  A tres pasos, este rosal, ahora yermo, del que he aprendido que no sólo hay espinas en el recuerdo, y que no hay herida que no seque gracias al bálsamo de la flor. Esas hojas de haya que al instante me roba el viento, húmedas, algunas, por las lágrimas que derramé al despedirme de mis seres queridos; salpicadas, otras, por esas gotas que te arranca la alegría cuando ésta brota de la parte más sencilla del alma.

  Mis favoritas son las hojas de los arces que, a la hora de morir,  encienden su última luz destacando de todas las demás. Sus hojas anaranjadas son un canto a la vida, una promesa de alegría,  vedada a los demás seres vivos en el último acto de su vida. Yo elijo las más bellas, las  recojo, las limpio cuidadosamente con mi pañuelo y las guardo con delicadeza entre las hojas de un cuaderno procurando que sus caprichosas curvas no sufran desperfecto. Sé que son las últimas  coquetas. Ellas ya saben que van a decorar mi mesa de otoño, a ponerle marco a mi tabla de quesos en compañía de uvas y nueces. Qué lujo morir tan bellas...

  Al fin oigo el rumor, y veo el manantial de agua dorada por las hojas que el fresno le presta; en la que se lleva la corriente, a la izquierda, está el mapa secreto de aquellas tardes de bicicleta, cuando dos niños buscaban el  fin el mundo; distraído no llego a tiempo de atrapar la que se escapa con la humedad de aquél primer beso, también furtivo.

  Me asombra el comportamiento del guayacán que perdió las hojas en primavera para que sus ramas desnudas se tapizaran de flores rosas o amarillas. Son ellas, tan frágiles, las que, con los primeros vientos, se adelantaron en su caída para que el manto espectacular con el que cubrieron la tierra sirva de mullido lecho a las hojas de los demás árboles del bosque. Misterios del trópico que no conoce las estaciones y vive el otoño a su manera...


Allegro
  Las sombras acompañan los últimos acordes del concierto, mientras nuestros pies, peregrinos del otoño, forjan el camino sobre la sinfonía de recuerdos que, como cada año, acudirán implacables a nuestra memoria, con una nueva armonía, con remembranzas añadidas por esos postreros brotes del nuevo calendario, se sumarán al azul que envuelve las imágenes que nunca dejo atrás.

  Acompañada sólo por el crujir de las ramas que se despiden de  las últimas hojas, me  niego a pensar que mi vida esté marcada por el determinismo de las estaciones. Yo tengo un amuleto del que los árboles carecen, eternamente anclados a la misma tierra que les vio nacer. Su defensa es crecer sin descanso buscando el cielo en un sueño loco de llegar a otras estrellas, de enredar sus ramas en las nubes... Pero yo tengo mi libertad, mi capacidad de desplazarse a otras tierras, de conocer otros soles y otras estrellas, de alimentarme de otros nutrientes que me ayuden a no repetir los mismos errores. Ese es mi modo de crecer. La libertad, ese gran regalo que los árboles nos envidian.

  El final del otoño acaba con las hojas que aún quieren despedirme. Ha caído la última. El concierto se acaba. Mis pies caminan firmes dibujando mis huellas en el humus del bosque.

  Los compases finales han enmudecido. ¡Hay amiga! ¡Qué paseo! Sin aplausos, sin despedidas. Todavía el silencio me conmueve, el horizonte me convence, mi búsqueda no es sino adelante. Entre las nieves del invierno que se asoma encontraré la flor del edelweiss, cantándome la primera revelación de la nueva cosecha que llegará, dejando una vez más en blanco mi hoja de ruta, indicándome que no es otra que mi voluntad la que empuja mis pies, y que deberá rellenarla siguiendo el consejo de mis sueños. Dame ahora tu mano y orientemos nuestra mirada hacia esas fantasías que algún día volverán a enredarnos en otro bosque, tan sólo uno más, ni siquiera el siguiente.


Milagros del Corral
Oscar da Cunha

Otoño 2012









domingo, 11 de noviembre de 2012

ORIÓN


  Pasa durante las frías noches de invierno, cuando los caminos se llenan de historias sobre él, es imposible, todas no pueden ser ciertas. Conozco esas conversaciones de taberna, las manos aferradas al vaso y la mirada fija en la botella, el calor del aguardiente al pasar por la garganta y las sombras de las ánimas, vencida ya la medianoche, empujan a la exageración.

   —No me cabe duda de que se trataba de un tipo excepcional, yo mismo le vi caminar sobre las aguas con la majestuosidad de un viejo aristócrata.
  La voz del tuerto, rota por las madrugadas de helada acosando lobos, rebota en las paredes de la cantina, ninguno se atreve a ignorarle.
  —Eso era por su gran tamaño —desde el fondo, desde esa esquina que desprecian los quinqués, contesta otra voz, esa, ni yo mismo la conozco—, incluso de entre los mares más profundos, nunca lo hubo capaz de cubrir por encima de su pecho.
  —Por un engaño le robaron la vista. El oráculo le envío en busca del sol, persiguiendo su resplandor, quien orientó su camino. Mi pócima le dio a conocer el amor, y ella convenció a su hermano, la luz volvió a llenar sus otrora vacíos ojos.   
  —Conozco tus brebajes, hechicero, no son más que sangre de rata mal diluida en este aguardiente de gato muerto con el que nos envenena el mesonero.
    A quién llaman “el negro”, y no sólo por el color de su sotana, no pierde vez para impartir su rencor; le dejamos hablar, todos lo hemos reconocido, alguna vez, desenterrando el cadáver del que ayer tuvo vida, para arrancarle su alma.
  »Eran esos perros, los que siempre le acompañaron, ellos fueron sus guías entre las sombras, el sustituto de esos ojos que entregó a la lujuria en una noche de vino negro.

  —¡Ignorantes! ¡Lenguaraces! ¡Nada sabéis! Fue un extraordinario cazador, a su paso no dejó bestia con vida sobre la tierra.
  Reconozco esa garganta si bien jamás lo tuve delante, es la del barquero, me estremece verlo sentado a mi mesa. Arrugado, con sus ojos vidriados como el cristal de la botella que estamos compartiendo.
  »A mi me encomendaba el cadáver de todas sus presas, pasé noches enteras cruzando sus despojos al otro lado. Cíclopes, basiliscos, minotauros…, nada resistió la puntería de sus flechas, ni la fuerza de su tranca.  
  El golpe de su puño sobre la mesa hace temblar los vidrios y marca un silencio, al viejo capitán lo tememos todos. No fue la tormenta la que mandó al abismo su galeón con todos sus marineros, no fue por suerte que sólo se salvara él, la falúa, y la bolsa de oros.
  —¡El hijo de orines! Ni su potencia ni su destreza. ¿Cómo creéis que se libró de aquél gigantesco escorpión? Su hedor lo ahuyentó, aquél pellejo putrefacto de buey del que salió, continúa impregnando su piel, incluso para los más lóbregos demonios del averno resulta insoportable.


  Sonrío para mis vísceras pues todos dicen bien pero nadie conoce la verdad. Al salir de la taberna, el crujido de la escarcha bajo mis botas, noche de helada, él está ahí arriba. Suenan en mi memoria los últimos compases de la ópera que le ha dedicado el undécimo hijo de Bach, y sólo yo soy testigo de su auténtica historia. Nacido en el mes de las flores, eso me lo ha contado Ovidio, y víctima de la traicionada flecha de su amada Artemisa, por quien enloqueció de querer. Con el frío del norte, Bellatrix, Rigel y Betelgeuse resplandecen magnificando el poderío del coloso. Mas no fue su fuerza sino la pasión, quién consiguió resucitarlo, y en las orillas de Eridanus continuó cortejando a la hija de Apolo, jurándole amor eterno. Pero de los dioses hemos heredado nuestras perfidias, y quisieron ser los celos, el vicio de la posesión, los que empujaron el rayo de Zeus que le partió en dos su gran corazón.
  Encogido bajo mi capa, desaparezco entre las estrechas ruas que, rodeando el camposanto, conducen a mi refugio. Las luces, fatuas, de los muertos, como cada noche se alejan de mi presencia; no es a mí a quién temen, el cazador vigila mis pasos, y los canes que lo acompañan son también mis compañeros.

Oscar da Cunha

11 de Noviembre de 2012

viernes, 9 de noviembre de 2012

Perdóname Amaia


  Y mañana miraremos para otro lado, es lo que hacemos los cobardes, los cómplices. Esta vez ha sido el suicidio desesperado de Amaia Egaña. Vendrán más, por desgracia, y todos lo sabemos, y volveremos a girar la cabeza, volveremos a ser cómplices por inacción. Cuatro carteles, algunas frases en las redes sociales, y el dedito rápido para pegarle al “megusta”. Seguiremos asistiendo, impasibles, ante la estafa a la que cuatro desgraciados nos están sometiendo, incluso más de uno ya estará intentando localizar el piso de Amaia para ver si con la “mala prensa” baja de precio. Con nuestra actitud, más bien con la ausencia de ella, entre todos hemos acabado con la vida de una persona, yo el primero, tú que estás leyendo esto, y aquél al que parece importarle todo un carajo porque, dice él, ya nada tiene que perder, la dignidad no cotiza en bolsa.
  Con nuestro cobarde comportamiento seguiremos manteniendo saldo en nuestras cuentas bancarias, seguiremos pagando los recibos a través de ellas. Como si no fuera con nosotros, pasearemos delante de las lujosas oficinas financieras, admirando el mármol de sus suelos o el vistoso mobiliario, aprovechando el brillo de sus enormes cristaleras para mirarnos la raya del pantalón. Ya de noche, utilizaremos la luz de sus llamativos letreros publicitarios para hacer un botellón.
Procuraremos esconder nuestra cabeza entre las páginas de esas revistas llenas de fotos a todo color, admirando las lujosas mansiones en donde sabemos que viven banqueros y familiares, políticos y camaradas; casas, todas ellas, con número, calle, y municipio.
  Y nos llevaremos las manos a la cabeza, mientras contemplamos en la tele cómo la pasta del rescate, esa que los políticos van a repartir entre sus amiguetes los banqueros, y que vamos a terminar pagando todos, muchos con su sangre, continúa terminando en esas casas, esas oficinas, esos luminosos…, que seguirán en su sitio porque nosotros, cobardes, y yo me apunto el primero, lo hemos permitido.
Perdóname Amaia, pero no he tenido cojones para evitar que te tiraras por ese maldito balcón.

Oscar da Cunha
9 de Noviembre de 2012

sábado, 27 de octubre de 2012

VA POR TI


  Esta vez era la mala, ¡maldita sea! Llevabas tiempo jugando esa última partida y hoy te han entrado malas cartas, contra la parca no se puede ganar sin triunfos y menos con noventa y un años. No te ha temblado la mano, tú siempre has sido de esa clase de tipos, los que no fanfarronean de sus conquistas y asumen con dignidad las consecuencias de las derrotas. Una vez más, la última, me has regalado otra lección, te he visto entregar tu último aliento con la cabeza bien peinada y la mirada al frente. Ni una sombra de angustia en tus ojos, y el miedo…, en eso nunca has sido egoísta, siempre lo has dejado para los demás,  sólo he podido advertir, en esa mirada final, el suave rocío que cae cuando nos despedimos de quienes nos han acompañado en el camino.   

  La naturaleza no te regaló un gran tamaño, pero lo compensó poniéndotelos en su sitio. He conocido a muchos, pero a ninguno le he visto preservar la razón con la trascendencia que tú imponías en cada paso. Te he admirado enfrentándote a gigantes protegiendo la verdad y arriesgando tu vida por defender a los tuyos.

  Me quedo para siempre con tus historias, que desde hoy serán mías. Me guardo también tus gafas, aprenderé a usarlas hasta conseguir, desde sus cristales, ver el mundo como tú. Y desde ahora llevaré en mi bolsillo la navaja que yo mismo te regalé, y si algún día consigo tener tu bravura la arrojaré al  pozo donde se esconden mis demonios. Procuraré seguir el ejemplo que de ti he aprendido, y trabajaré para poder escuchar, el día de mi despedida, la mitad de los aplausos que tú te has ganado.

  Como te prometí, he cumplido con todas tus últimas voluntades. Y mientras aventaba tus cenizas en esa loma del paraíso que tú escogiste, el cielo se ha puesto a llorar y el grajo ha graznado tres veces. Tenías razón, no he tenido que esperar mucho, después de quemarlo, una ráfaga de viento se ha llevado la tinta del plano que me dibujaste.

  Lo del tango te lo paso por esta vez, nunca te decidiste a enseñarme los pasos, ahora sé donde duermen tus sueños y cualquier día de los que están por venir me acerco con el disco.

  A mi tampoco me gustan la despedidas.


Oscar da Cunha

domingo, 7 de octubre de 2012

LA CASA ROJA


  Nunca os he hablado de ella, la casa roja. Vive sola desde que su propietaria la abandonó cambiándola por una lápida en el cementerio del pueblo. No ha tenido suerte, después, todos la han rechazado. Es blanca como casi todas las de por aquí, solo el color de la carpintería la diferencia de la mía que está pintada de verde, pero ella no tiene a nadie que le diga: mi casa. Está a mitad de ese camino que solo recorro yo, y todos los días la saludo al marcharme y al volver.
  Por las noches, desde hace años, la observo con curiosidad, intentado adivinar una sombra tras algún cristal, una cortina que al deslizarse esconda una cara, la tenue luz de una vela que deambule por su planta alta…, nada. Me acerco y la escucho, deseando capturar una voz, una llamada, el sollozo de un niño…,¡nada! Solo el viento es capaz de arrancarle algún gemido a sus ruinosas maderas, solo el sol consigue que sus cristales reflejen algo de luz; la luna, egoísta, prefiere el río.
  Debería haber elegido cualquier otro momento para entrar, a plena luz del día, pero la curiosidad es caprichosa y se presentó con el último plenilunio. Sé de una ventana en la parte trasera de la casa que alguien olvidó cerrar, y todas las noches de viento me llama. Esa noche acudí, mis gatos me despidieron con un corte de mangas, y Naty me miró con una condescendiente sonrisa, sabe que no gozo del olfato de un perro.
  Una vez dentro necesité encender la linterna, llamó mi atención que la luna llena se negara a prestarme un poco de claridad, desde dentro el camino se veía perfectamente iluminado, pero los finos cristales de las ventanas parecían decididos a bloquear el paso de la luz hacia el interior. Caminé sobre el piso de  baldosa hidráulica sin emitir ni escuchar ningún sonido, recorrí toda la planta baja hasta llegar a la cocina: sobre la mesa, una taza de café, vacía, limpia, esperando a ser utilizada; muebles, cuadros, utensilios, todo allí dentro daba la sensación de haber interrumpido su rutina en un preciso segundo, en la antesala del siguiente que siempre estaría por llegar. Salí al rellano y vi las escaleras que conducían al piso superior; si habéis profanado solos una casa abandonada sabéis lo que se siente frente a una escalera oscura, silenciosa… Subí. Ninguna de aquellas baldosas emitió el menor lamento; antes, la construcción, se trabajaba para toda la vida.
  Enfoqué la pieza con mi linterna, dos sillones tapizados con otomán granate y una mesa central con un jarrón vacío de porcelana de Limoges; encima de una peana, junto a la puerta, la radio de madera sobre la que me apoyé todavía estaba caliente, el escalofrío empezó por mi mano derecha erizándome todos los pelos hasta concentrarse en mi nuca. Todavía, era la palabra que no encajaba en aquel salón, ese todavía estaba fuera de lugar, despreciaba al tiempo…

  —¡Apague la linterna por favor! ¡Nos van a descubrir!
  La taquicardia que me provocó aquella voz, susurrante, aún la sigo conservando. La linterna tampoco aguantó el golpe contra las baldosas, y la luz huyó por la ventana.
  —¡¿Quién está ahí?! ¡¿Quién eres?!
  Gritar es una buena terapia para combatir el miedo, no siempre funciona. Miré hacia donde parecía surgir la voz, a la derecha, junto a la ventana del salón que da sobre el camino, pero la luminosidad exterior contribuía a oscurecer aún más la sala.
  —¡No grite por favor! ¡Nos van oír!
  Otra voz, esta vez femenina, contestó desde el lado izquierdo de la estancia. Yo continuaba sin ver nada y el miedo me impedía adaptar mi vista a la oscuridad.
  —¿Quiénes sois? —pregunté—. ¿Qué hacéis aquí?
  —No nos delate, por favor. Tenemos dos niñas, no queremos que ellas también acaben en un vagón de tren.
  Noté como la voz femenina avanzaba hacia mí, empecé a perder el miedo y pude ver. Una mujer alta, delgada, juraría que morena, con dos pequeñas escondidas entre sus piernas.
  —Somos los Ergman, Shlomo y Françoise, mi mujer. Mis niñas, Abigail y Myriam.
  Por fin conseguí separarlo a él de la oscuridad, también alto y delgado, vestía un traje oscuro totalmente arrugado, intentó abrir una sonrisa pero fracasó. 
  —No nos denunciará, ¿verdad? No parece usted de la Carlingue.
  La voz de Shlomo era dolorosamente implorante, no obstante su comentario me desconcertó; o su vista todavía estaba dominada por el miedo, o me estaba tomando el pelo. Yo, con mi suéter lleno de agujeros y mis chanclas, no encajaba con el retrato que todos tenemos de un miembro de la Gestapo. 
  —Somos de Burdeos, yo soy maestro chocolatero. Dejamos nuestra vida allí, en junio, con la llegada de los alemanes. Desde entonces estamos escondidos en esta casa, esperando poder pasar la frontera, y ahora… —Shlomo interrumpió su relato unos instantes con un evidente gesto de impotencia— …ahora también han llegado hasta aquí. Incluso se espera la llegada del propio Hitler en persona. ¡Aquí, en Hendaya!
  Se llevó las manos a la cara para ocultar sus lágrimas de desesperación.

  En ocasiones, la imaginación juega al póquer con la realidad, y se ve que esta noche le habían entrado cuatro ases.

  —Escuchen, la guerra terminó hace muchos años, todo esto es absurdo. A mi no me importa que se queden aquí y si puedo ayudarles en algo…
  —¿Absurdo? ¿Qué ve usted de absurdo en esos soldados? —Shlomo me cogió del brazo y me llevó hasta el muro de la sala, junto a la ventana. En el exterior, en mi camino, el trajín de hombres uniformados bajo los potentes focos era febril, y el grito de uno de ellos, tocado con gorra de visera, traspasó los finos cristales.
  —Arbeitet Sie Bastarde!
  —Están construyendo un puesto de vigilancia, justo aquí. ¡Estamos perdidos!, no…
  —¡Es un bunker! —le interrumpí—. ¡Lo conozco! Es el último de la Línea Europa, todavía sigue en pie, paso delante de él todos los días.
  —¿De qué año viene usted? —me preguntó Françoise desde la oscuridad.
  —Estamos en 2012 —No pude evitar sentirme obsceno por mi respuesta.
  —¿Y cuando acabó la guerra?
  —¡En 1945!
  —¡Elhoim nos ayude! Aún quedan cinco años. No sobreviviremos, es imposible.
  Las dos pequeñas comenzaron a llorar, sabían perfectamente la sentencia que trasmitían las palabras de su padre.
  —Pero… no lo entiendo, ¡no es posible!, yo he estado ahí fuera hace unos minutos. ¡No hay nadie! ¡Todo eso ya pasó!
  —¡Venga, siéntese! —Shlomo volvió a cogerme amablemente del brazo y me condujo hasta uno de aquellos sillones color granate, él se sentó frente a mí.
  »Comprendo su confusión, esto no es normal pero está ocurriendo. Su tiempo y el nuestro acaban de cruzarse, es posible que nuestro miedo haya sido capaz de alterarlo, sin embargo el espacio que ambos compartimos en esta habitación sigue siendo el mismo, pero si salimos fuera usted lo hará en su tiempo y nosotros en el nuestro. Solo aquí, y quizás ésta sea la única ocasión, podemos percibirnos.
  —¿Cómo puedo ayudarles?
  Mientras hablábamos me pareció que las voces que provenían del exterior habían cesado. Me levanté del sillón y volví a la ventana, el camino esta vez se veía solitario, y con la única iluminación de la luna. Me giré hacia el interior de la sala, los Ergman habían desaparecido.
  —¡Shlomo! ¡Françoise! —grité.
  No hubo respuesta.

  Me temblaron las piernas al bajar por la escalera, sabía que al sentirme solo, el miedo podría volver a aparecer, y con él los soldados. En completa oscuridad recorrí a la carrera la planta baja tropezando con la mesa de la cocina, por el ruido supe que aquella taza vacía ya no esperaría más. Conseguí recobrar la serenidad al salir al exterior y ver, sobre el camino vacío, mi sombra bajo la luz de la luna.

  Desde aquella noche, todas las tardes al volver a casa, coloco delante de la ventana, que continúa siempre abierta, unas barras de pan, algo de comida y unas galletas para las niñas. Jamás he vuelto a entrar en la casa roja, pero cada mañana, antes de marcharme al trabajo, compruebo que delante de la ventana no queda ningún rastro de lo que dejé la tarde anterior.

  * Ayer bajé al pueblo, nunca me había parado a leer aquel letrero:

“Ergman - La Maison du Chocolat - fondée en 1946”

Oscar da Cunha

7 de Octubre de 2012


sábado, 22 de septiembre de 2012

CUANDO LOS VENCEJOS TE PITAN EN LA OREJA


  —¿Turista?
  —¡No! —contesté—. Avería
  —¡Nada grave! —me soltó el anciano—, siéntate y tómate un cafelico. En diez minutos estará reparado.
  Le miré sorprendido. Anciano de pueblo, el típico, cabeza y boina todo uno; debajo, la nariz, enorme, con buena mata de pelillos asomando. Su mirada aún seguía siendo joven, pero dura, brillante; unos claros ojos grises, y mentón poderoso; la mano bien agarrada al bastón preparada para arrancarte la cabeza de un mandoble.
  —En este pueblo no se puede arreglar nada importante, si fuese grave no te habrían traído aquí.
  —El de la grúa me ha dicho que seguramente será la batería.
  —¿El Jacinto? ¡Ese qué sabrá!
  »¿Tienes gasolina?
  —Sí.
  —Pues entonces la batería, te lo digo yo.
  Guardó silencio mientras el barero me sacaba el café que yo no había pedido. De nuevo solos, se me acercó mientras miraba a ambos lados de la callejuela susurrándome al oído:
  —Este también es un jodído comemisas.
  —¡Vaya! —solté. No se me ocurrió nada mejor.
  —¿Tú también estás harto?
  —¿De quién? —pregunté.
  —¡De Él! —hizo un gesto con la cabeza amenazando con su potente nariz hacia arriba.
  Eché un vistazo al balcón situado sobre la terraza del bar.
  —¡No, no, más arriba! —No contento con estirar el cuello levantó el bastón con tal energía que tuve protegerme la cara con los brazos, y señaló al cielo que esa mañana se presentaba con un azul agotado.
  —¡El de arriba, cojona!
  —¡Ah! Se refiere usted a …
  —¿Tu ves la tele? —me interrumpió.
  —Poco, para lo que…
  —¡Pues haces mal! —me volvió interrumpir. El anciano, con su tono autoritario, no me dejaba hilar más de tres palabras seguidas.
  »La tele te hace pensar —Me miró fijamente con sus ojos grises mientras se golpeaba la boina con su dedo medio.
  »Yo veo muchos reportajes. A veces me sorprendo, embrujado, viendo un paisaje, tanta belleza me abruma, me parece… magia, y si hay magia me digo: ¡tiene que haber un mago!
  »También me gustan mucho los que nos enseñan las estrellas, ese infinito en el que, de momento, dicen que solo hemos conseguido descifrar una minúscula parte. Es una obra grandiosa, una maravilla de la ingeniería en continuo movimiento, y me digo: ¡tiene que haber un ingeniero!
  »¿Me sigues? —preguntó mientras agarraba con fuerza el mango redondeado de su bastón.
  —Sí, por supuesto —respondí escuetamente antes de que me interrumpiera y atento a cualquier movimiento de la estaca. Sentí como me incrustaba la fuerza de su poderosa mirada.
  —Los que no comprendo son los de África y el hambre, el cadáver de un niño, de lo que nunca pudo llegar a ser un niño, abandonado al borde de un camino diez metros antes del cuerpo sin vida de la que nunca logró ser una madre.
  »¡¿El puto mago es ciego?! —gritó.

  »Y qué me dices de las catástrofes naturales, cadáveres apilados, familias rotas, esperanzas, sueños… todo destruido porque algo ha fallado.
  »¡¿No había un ingeniero?!

  Durante unos instantes me miró estableciendo un silencio que solo el pitido de los vencejos se atrevió a interrumpir.

  »¿Sabes? Todo empezó con mi padre, lo mataron en la guerra civil, justo un año después de que yo naciera, no tengo ningún recuerdo de él.
  —¡Lo siento! —me apresuré a soltar.
  —¡Na, na, ya pasó! Pero el que lo fusiló, quien después fue alcalde de este pueblo, también fue creado a imagen y semejanza de Él, con sus mismos instintos.

  »¿Has conocido a algún loco?
  —No…, no en persona —contesté.
  —¡Yo sí! y no están locos, ¡solo están hartos!

  A media mañana salí del pueblo, los dos tenían razón había sido la batería. Pero no podía borrar de mi cabeza las últimas palabras de Jacinto.
  —Le he visto a usted entretenido con Don Andrés, es el párroco del pueblo.

Oscar da Cunha
22 de septiembre de 2012
(Equinoccio de otoño)
  

martes, 28 de agosto de 2012

DIARIOS DEL TRÁNSITO


  El mes de agosto siempre se me aparece sugerente, íntimo, abstraído. Procuro alejarme de la eclosión veraniega que sacude nuestros pueblos y ciudades, no soy amigo de las fiestas populares. Me gusta el tacto de las playas a primera hora de la mañana, casi madrugada; y el mar… al mar siempre le arranco más secretos en soledad.

  Agosto de siestas con viejos libros que no encuentran su espacio durante el resto del año, y noches de estrellas en las que soñar despierto es una necesidad que a veces prolongo hasta que el alba me roba su luz.

  Es durante esos momentos, que mi fantasía decide navegar solitaria hasta reencontrarse conmigo a media tarde para interpretar juntos nuestras inquietudes.

  Agosto perezoso, poco amigo de los largos trabajos, que me ha llevado a especular más que a escribir. De esos momentos han surgido diez reflexiones que he plasmado en otros tantos microrelatos. Breves, apoyados en el poder de la imagen, y ajustados al menor número de palabras, pero que han suscitado algunos debates interesantes.
  Podéis leerlos, uno a uno, junto con sus comentarios en: http://www.falsaria.com/author/oscardacunha/ 

  Para los más agostizos os dejo el montaje audiovisual:



  El debate sigue abierto.

Oscar da Cunha

28 de agosto de 2012 

UN POCO DE SAL (Montaje audiovisual)


Montaje audiovisual del relato UN POCO DE SAL (09 de abril de 2012) realizado por Nela Gomez Arenas para “Loca Aprendiz de Poeta”.


En Youtube:
En Facebook:

sábado, 4 de agosto de 2012

UN OTOÑO EN AGOSTO


  Fue el azar. Al salir del despacho de mi abogado me  lo encontré, hacía por lo menos diez años que no nos veíamos. Él me reconoció al instante, a mí me costó más, siempre me ocurre. Nos sentamos en una mesa de “Les Colonnes” y se nos fue la tarde agrandando el tamaño de las olas que tantas veces habíamos compartido, nos despedimos con la firme promesa de no volvernos a ver en tierra firme hasta la próxima década.
  Camino del coche recordé que una de las cosas por las que merece la pena venir a este mundo es contemplar una puesta de sol desde Biarritz. La hora era la adecuada para disfrutar cómo el Atlántico se tiñe de rojo al recibir a Helios entre sus aguas. Mi banco, en la explanada junto al faro rodeado por los viejos tamarindos, estaba ocupado por una pareja de amantes. Ambos, con las manos entrelazadas, esperaban también el mágico acontecimiento; lo supe por el brillo de sus ojos, que me capturó. Me acomodé apoyado en un punto de la barandilla de piedra desde donde poder disfrutar de todo el espectáculo, lo reconozco, soy un voyeur.
  Ella mantuvo su mirada azul fija en el horizonte justo cuando el astro empezaba a besar el océano. Él, en ese mismo instante, sólo la miraba a ella. Y yo, decidí perderme el ocaso.
  Cuando cielo y agua empezaron a sonrojarse la besó en la mejilla izquierda, quizás la que más acusaba las cicatrices del camino recorrido juntos; ella le correspondió con una suave caricia en la pierna derecha, posiblemente la que trajo herida de la última gran guerra y ya nunca volvió a recuperar.
  Adiviné que el espectáculo de luz y sal terminaba cuando ellos empezaron a recordar juntando suavemente sus cabezas. Una lágrima de nostalgia nació de su ojo derecho intentando adivinar cual era la arruga adecuada, esta vez, para descender hasta el poro donde más sueños perdidos se habían acumulado. Él la consoló apretándole el mismo brazo que aquel día, cuando su segundo nieto decidió meter su vida en una botella de ron y estrellarla contra las rocas del acantilado.
  Con la brisa que llega entre luces se miraron una vez más, ella estaba igual de preciosa que en el 39, cuando alcanzó la mayoría de edad. Él aún seguía siendo aquel campeón de chistera con el que soñaban todas las solteras de Biarritz. Intercambiaron unas breves palabras, seguro que justo las necesarias para confesarse que, pese a todo lo sufrido, lo suyo había merecido la pena. Y por fin llegó el beso que confirmaba que, durante toda una vida en común, el placer de compartir rosas justifica las llagas que las espinas nos dejan en la piel.
  Se ayudaron mutuamente a incorporarse del banco. Él le tendió el brazo derecho, el mismo con el que un día le colocó el anillo que aún brilla entre los pliegues de la izquierda con la que ella continúa asiéndose a su compañero. Lentamente, con el orgullo de toda una vida compartida en la espalda, abandonaron altivos la explanada. Los perdí de vista entre las ramas de los tamarindos.
  Mañana volverá a amanecer, y con las primeras luces volverán a renovar las mismas ilusiones con las que partieron en su primer “Je t´aime”. Yo me marché con la envidia de haber sido espectador de una de las mejores puestas de sol que la vida te puede regalar. Fue el azar.

Oscar da Cunha


4 de agosto de 2012

domingo, 29 de julio de 2012

LA QUINTA PUERTA


  La puerta ya estaba abierta. Permanecí inmóvil en el exterior del templo, incapaz de rescatar mi imaginación de una de las inacabadas frases talladas sobre la piedra; “Terribilis est locus iste”: Este lugar es terrible.
  Viernes de abril, diez de la mañana y frío. La pequeña aldea que vigila desde su otero la comarca del Razès me recibía sin cielo, las nubes se descolgaban hasta acariciar las tejas de la pequeña iglesia que ya acumulaba diez siglos esperándome. Me lo pensé tres veces, ignoré la cruz del silencio que desde mi izquierda pretendía advertirme, y entré. Se me había amontonado el tiempo deseando visitar la ermita dedicada a la Magdalena, donde al abad Saunnière se le reveló el misterioso descubrimiento que cambió su vida, y la de muchos otros. No llegué con el propósito de descifrar el secreto que alguna vez estuvo allí escrito, ya ha corrido mucha tinta sobre eso; sólo pretendía entrar, tocar, ver, oír el silencio de sus piedras…, y salir inmune.
  Con tres pasos traspasé el umbral de entrada y me giré hacia mi izquierda, manteniendo la vista clavada en los cuatro ángeles bajo los que se encuentra la pila de agua bendita, pero uno no se engaña durante mucho tiempo y no tardé en bajar la mirada para encontrarme frente a él. Sus ojos enfocados hacia los cuadrados blancos y negros, la luz y la oscuridad; su boca abierta, quizás aún por la sorpresa del arcano arrebatado a su mano derecha que todavía conserva el hueco del secreto; y su izquierda, desplegando las uñas de la ira con las que está dispuesto a rasgar la voluntad del pusilánime.
  —¡No eres más que un trozo de barro! —se lo lancé sin miedo; su silencio me decepcionó pese a que sólo un estúpido espera respuesta de  una figura. Los dos que habían entrado en la iglesia poco antes que yo intercambiaron una sonrisa mordaz mientras buscaban la tumba de Sigoberto IV tras la figura de san Antonio de Padua.
  Recorrí, lento, el suelo ajedrezado del templo vaporosamente iluminado; con cinco pasos primero y siete después fui siguiendo el insólito vía crucis invertido, y al pasar frente a la vidriera de la resurrección de Lázaro el sonido de la puerta no me sorprendió, madera sobre piedra. Me giré, no fui capaz de notar la ausencia de luz cuyo paso frenaba la tranquera, los dos visitantes ya no estaban, y a la derecha de la puerta, bajo el hagiasma, un hueco vacío. De nuevo me giré, esta vez hacia el altar, y entonces volví a verlo, sentado en el primer banco con su traje de Asmodeo. Dentro del templo me pareció tan natural como la piedra, la madera, o la propia cruz.
  —¿Aún sigues buscando? —me preguntó mientras tableteaba con sus uñas sobre la traviesa del respaldo. —Todos somos un trozo de barro, la diferencia es que yo fui el primero, su mejor obra. ¡Bienvenido a la casa del alfarero! Aquí empezó todo.
  —¿Aquí? —pregunté.
  —Aquí, allá, en el mar, en el desierto… Todo está lleno de estigmas, este no es un lugar peor que otro para entender la verdad. Ese aldeano, Bérenguer, un tipo listo; intuyó una parte, inventó el resto y creó una leyenda. Después, ya sabes, blablabla… Rennes le Château, para muchos, no es más que la fábrica de moneda. No busques en las paredes, ni en las figuras, ni en las cruces, yo soy la verdad, de mí emana la sabiduría, yo heredé el poder directamente del demiurgo y por tanto sólo yo puedo librarte de la confusión humana.
  —No he venido a hablar contigo, quería conocer este lugar —contesté con desdén.
  —¡No sigas engañándote! Has venido hasta aquí buscando el principio, tú has abierto la quinta puerta.
  Sobre el silencio del templo comenzó a elevarse un murmullo de voces.
  —¿También me vas a ofrecer a mí una manzana?
  —No seas ingenuo —contestó—. El árbol de la ciencia del Bien y del Mal no existe, la dualidad es una concepción del hombre, pero la verdad proviene de un solo principio, el Mal, el origen y la razón de todo cuanto existe.
  —¿Y el Bien? — pregunté.
  —Está contenido en el Mal, no es nada por sí mismo, sólo sería si lo separáramos de su principio original, la Perfección. Habéis pretendido sustituir la Unidad por la Multiplicidad, vosotros habéis creado la confusión. La verdad es más simple.
  El murmullo de voces fue creciendo en intensidad, su voz, a cada momento, sonaba con más fuerza para destacar entre el caos de sonidos que ya llenaba el templo.
  —¡Escúchame! Al principio todo era perfecto, no había voluntad; algunos de vosotros, egoístas, quisisteis crear el deseo de la existencia individual, provocasteis la dicotomía del Verbo, buscando una dualidad cuyo fundamento original os era ajeno, hostil, iniciasteis un camino fabricado por falsas ilusiones alejándoos del Mundo Superior. Dividisteis la auténtica Creación en un caos imperfecto, Materia y Espíritu.
  —¿Y tú, representas el conocimiento integral? —Los gritos de la multitud me hacían casi imposible comunicarme con él. El templo era un alarido de voces pidiendo una manifestación de la verdad.
  —Él, es el conocimiento integral, el alfarero del orbe, quien me dio forma para disipar las tinieblas de vuestra ignorancia.
  »Has venido en busca de la verdad y voy a mostrártela, librarte de esa apariencia ilusoria del Espíritu y encaminarte hacia el esplendor de la Materia, lo creado en origen. Redimirte de ese estado intermedio que es el mundo psíquico, y concluir tu peregrinaje hacia la única liberación, tu segundo nacimiento hacia la conciencia de la unidad inmutable.
  La desesperación de los que gritaban tras los muros empezaba a resultarme insoportable.

  —¡No le escuches!¡Te está atrapando! —Nunca supe como había conseguido entrar, la puerta no se había abierto. Gabriel, mi “Dragón de las estrellas” estaba plantado justo en el centro del estrecho pasillo que mediaba entre las dos hileras de bancos, sus pies apoyados firmemente en dos cuadrados blancos, él sabía que los negros no eran más que pozos de oscuridad donde se hundía la voluntad de los que habían sucumbido. Con una de sus enormes manos agarró mi brazo y tiró de mí hasta la puerta de salida, mientras con la otra giraba la oxidad llave de hierro. Asmodeo, que ocupaba de nuevo su sitio, se acercó por mi derecha, y con una sonrisa que nunca olvidaré me susurro los nombres de mis dos últimas puertas.

  Con dificultad conseguí acercar la taza de café a mis labios. Estábamos, de nuevo, en la pequeña taberna de pueblo pequeño, sillas y mesas de madera de verdad, de las que todavía pueden brotar ramas y flores. Poca luz, y menos clientes.
  —Gracias —le dije.
  Él, mirándome a los ojos, con su casi metro noventa, pelo ya cano y bigote amarilleado por el tabaco, esbozó una sonrisa.

  Aquí termina el relato de mis siete puertas del infierno. Ahora ya conozco el nombre de las dos oscuridades a las que algún día me tendré que enfrentar. No os revelo su nombre porque su sola mención me devuelve los gritos de cuantos se han quedado atrapados tras ellas, y os aseguro que algunos de vosotros estáis dentro.


Oscar da Cunha

29 de julio de 2012

sábado, 21 de julio de 2012

¡BUENA SUERTE CAMARADA!


  Desde la loma en que se encuentra mi casa levanté mi brazo en señal de despedida. Las dos últimas horas en su compañía, lo confieso, lo pasé mal aunque hice todo lo posible por disimularlo. Siempre he mantenido mi imagen de tipo duro, y a ciertas edades ya no se está por cambiar de armadura. A pesar del sol de julio se me humedecieron los ojos, hemos pasado una semana juntos, y al final me ha terminado cayendo bien el chaval.
  Él llegó con el propósito de aprender un poco de las viejas tretas que utilizo diariamente para sobrevivir en mis cacerías en la tierra media. Le he hablado, largo, de mis batallas con los uruk-hai, juntos hemos vuelto al refugio con la cabeza de más de un orco colgada de nuestro cinturón, y le he desvelado el secreto del espejo, donde se encuentra nuestro peor enemigo.
  Todavía va a necesitar acumular muchas cicatrices hasta convertirse en cazador, algunas le dejarán huella para toda la vida, pero ha demostrado no tener miedo.
  Llegó lleno de inquietudes, y ahora le veo marchar con la mochila cargada de ilusión, la va a necesitar, y mucha; en este horizonte que nos están preparando no se ven más que nubes, y solo la utopía de vivir con dignidad nos puede ayudar a que nuestro mundo no sucumba en la tiniebla.
  Ya se va, y en una semana creo que he conseguido el objetivo de esta primera instrucción: prepararle para soñar. Pero también necesito agradecerle las horas compartidas, en él he vuelto a encontrar mis propios pasos de aprendiz, mis primeras anotaciones en esa hoja de ruta que una y mil veces tendrá que cambiar. Y quizás ahora, gracias a él, soy consciente de que mi camino recorrido hasta la fecha ha merecido la pena; he comprendido que ya soy capaz de enseñar, puedo conseguir transformar un espejismo en la ruta hacia el oasis. Por fin me he convertido en la serpiente que siempre ambicioné ser, competente para inocular el veneno que endurece la sangre de todo navegante.
  Se lleva la carpeta cargada de proyectos, y mi esperanza de vérselos cumplir. Él se siente capaz de afrontar la travesía, y yo sé que una vez que su barco zarpe no podrá dejar de navegar, espero encontrármelo en muchos puertos y compartir las típicas hazañas de taberna que, como buenos marineros, siempre serán exageradas.
  ¡Buena suerte camarada! Recuerda la historias que te he contado y hazlas tuyas algún día, como suyas las hicieron los que a mi me las contaron. Y nunca olvides que ninguno nacimos aprendido, a todos nos tuvieron que dar el primer empujón, y por tu actitud sé que tú no romperás la cadena.

Oscar da Cunha

21 de julio de 2012