domingo, 29 de julio de 2012

LA QUINTA PUERTA


  La puerta ya estaba abierta. Permanecí inmóvil en el exterior del templo, incapaz de rescatar mi imaginación de una de las inacabadas frases talladas sobre la piedra; “Terribilis est locus iste”: Este lugar es terrible.
  Viernes de abril, diez de la mañana y frío. La pequeña aldea que vigila desde su otero la comarca del Razès me recibía sin cielo, las nubes se descolgaban hasta acariciar las tejas de la pequeña iglesia que ya acumulaba diez siglos esperándome. Me lo pensé tres veces, ignoré la cruz del silencio que desde mi izquierda pretendía advertirme, y entré. Se me había amontonado el tiempo deseando visitar la ermita dedicada a la Magdalena, donde al abad Saunnière se le reveló el misterioso descubrimiento que cambió su vida, y la de muchos otros. No llegué con el propósito de descifrar el secreto que alguna vez estuvo allí escrito, ya ha corrido mucha tinta sobre eso; sólo pretendía entrar, tocar, ver, oír el silencio de sus piedras…, y salir inmune.
  Con tres pasos traspasé el umbral de entrada y me giré hacia mi izquierda, manteniendo la vista clavada en los cuatro ángeles bajo los que se encuentra la pila de agua bendita, pero uno no se engaña durante mucho tiempo y no tardé en bajar la mirada para encontrarme frente a él. Sus ojos enfocados hacia los cuadrados blancos y negros, la luz y la oscuridad; su boca abierta, quizás aún por la sorpresa del arcano arrebatado a su mano derecha que todavía conserva el hueco del secreto; y su izquierda, desplegando las uñas de la ira con las que está dispuesto a rasgar la voluntad del pusilánime.
  —¡No eres más que un trozo de barro! —se lo lancé sin miedo; su silencio me decepcionó pese a que sólo un estúpido espera respuesta de  una figura. Los dos que habían entrado en la iglesia poco antes que yo intercambiaron una sonrisa mordaz mientras buscaban la tumba de Sigoberto IV tras la figura de san Antonio de Padua.
  Recorrí, lento, el suelo ajedrezado del templo vaporosamente iluminado; con cinco pasos primero y siete después fui siguiendo el insólito vía crucis invertido, y al pasar frente a la vidriera de la resurrección de Lázaro el sonido de la puerta no me sorprendió, madera sobre piedra. Me giré, no fui capaz de notar la ausencia de luz cuyo paso frenaba la tranquera, los dos visitantes ya no estaban, y a la derecha de la puerta, bajo el hagiasma, un hueco vacío. De nuevo me giré, esta vez hacia el altar, y entonces volví a verlo, sentado en el primer banco con su traje de Asmodeo. Dentro del templo me pareció tan natural como la piedra, la madera, o la propia cruz.
  —¿Aún sigues buscando? —me preguntó mientras tableteaba con sus uñas sobre la traviesa del respaldo. —Todos somos un trozo de barro, la diferencia es que yo fui el primero, su mejor obra. ¡Bienvenido a la casa del alfarero! Aquí empezó todo.
  —¿Aquí? —pregunté.
  —Aquí, allá, en el mar, en el desierto… Todo está lleno de estigmas, este no es un lugar peor que otro para entender la verdad. Ese aldeano, Bérenguer, un tipo listo; intuyó una parte, inventó el resto y creó una leyenda. Después, ya sabes, blablabla… Rennes le Château, para muchos, no es más que la fábrica de moneda. No busques en las paredes, ni en las figuras, ni en las cruces, yo soy la verdad, de mí emana la sabiduría, yo heredé el poder directamente del demiurgo y por tanto sólo yo puedo librarte de la confusión humana.
  —No he venido a hablar contigo, quería conocer este lugar —contesté con desdén.
  —¡No sigas engañándote! Has venido hasta aquí buscando el principio, tú has abierto la quinta puerta.
  Sobre el silencio del templo comenzó a elevarse un murmullo de voces.
  —¿También me vas a ofrecer a mí una manzana?
  —No seas ingenuo —contestó—. El árbol de la ciencia del Bien y del Mal no existe, la dualidad es una concepción del hombre, pero la verdad proviene de un solo principio, el Mal, el origen y la razón de todo cuanto existe.
  —¿Y el Bien? — pregunté.
  —Está contenido en el Mal, no es nada por sí mismo, sólo sería si lo separáramos de su principio original, la Perfección. Habéis pretendido sustituir la Unidad por la Multiplicidad, vosotros habéis creado la confusión. La verdad es más simple.
  El murmullo de voces fue creciendo en intensidad, su voz, a cada momento, sonaba con más fuerza para destacar entre el caos de sonidos que ya llenaba el templo.
  —¡Escúchame! Al principio todo era perfecto, no había voluntad; algunos de vosotros, egoístas, quisisteis crear el deseo de la existencia individual, provocasteis la dicotomía del Verbo, buscando una dualidad cuyo fundamento original os era ajeno, hostil, iniciasteis un camino fabricado por falsas ilusiones alejándoos del Mundo Superior. Dividisteis la auténtica Creación en un caos imperfecto, Materia y Espíritu.
  —¿Y tú, representas el conocimiento integral? —Los gritos de la multitud me hacían casi imposible comunicarme con él. El templo era un alarido de voces pidiendo una manifestación de la verdad.
  —Él, es el conocimiento integral, el alfarero del orbe, quien me dio forma para disipar las tinieblas de vuestra ignorancia.
  »Has venido en busca de la verdad y voy a mostrártela, librarte de esa apariencia ilusoria del Espíritu y encaminarte hacia el esplendor de la Materia, lo creado en origen. Redimirte de ese estado intermedio que es el mundo psíquico, y concluir tu peregrinaje hacia la única liberación, tu segundo nacimiento hacia la conciencia de la unidad inmutable.
  La desesperación de los que gritaban tras los muros empezaba a resultarme insoportable.

  —¡No le escuches!¡Te está atrapando! —Nunca supe como había conseguido entrar, la puerta no se había abierto. Gabriel, mi “Dragón de las estrellas” estaba plantado justo en el centro del estrecho pasillo que mediaba entre las dos hileras de bancos, sus pies apoyados firmemente en dos cuadrados blancos, él sabía que los negros no eran más que pozos de oscuridad donde se hundía la voluntad de los que habían sucumbido. Con una de sus enormes manos agarró mi brazo y tiró de mí hasta la puerta de salida, mientras con la otra giraba la oxidad llave de hierro. Asmodeo, que ocupaba de nuevo su sitio, se acercó por mi derecha, y con una sonrisa que nunca olvidaré me susurro los nombres de mis dos últimas puertas.

  Con dificultad conseguí acercar la taza de café a mis labios. Estábamos, de nuevo, en la pequeña taberna de pueblo pequeño, sillas y mesas de madera de verdad, de las que todavía pueden brotar ramas y flores. Poca luz, y menos clientes.
  —Gracias —le dije.
  Él, mirándome a los ojos, con su casi metro noventa, pelo ya cano y bigote amarilleado por el tabaco, esbozó una sonrisa.

  Aquí termina el relato de mis siete puertas del infierno. Ahora ya conozco el nombre de las dos oscuridades a las que algún día me tendré que enfrentar. No os revelo su nombre porque su sola mención me devuelve los gritos de cuantos se han quedado atrapados tras ellas, y os aseguro que algunos de vosotros estáis dentro.


Oscar da Cunha

29 de julio de 2012

sábado, 21 de julio de 2012

¡BUENA SUERTE CAMARADA!


  Desde la loma en que se encuentra mi casa levanté mi brazo en señal de despedida. Las dos últimas horas en su compañía, lo confieso, lo pasé mal aunque hice todo lo posible por disimularlo. Siempre he mantenido mi imagen de tipo duro, y a ciertas edades ya no se está por cambiar de armadura. A pesar del sol de julio se me humedecieron los ojos, hemos pasado una semana juntos, y al final me ha terminado cayendo bien el chaval.
  Él llegó con el propósito de aprender un poco de las viejas tretas que utilizo diariamente para sobrevivir en mis cacerías en la tierra media. Le he hablado, largo, de mis batallas con los uruk-hai, juntos hemos vuelto al refugio con la cabeza de más de un orco colgada de nuestro cinturón, y le he desvelado el secreto del espejo, donde se encuentra nuestro peor enemigo.
  Todavía va a necesitar acumular muchas cicatrices hasta convertirse en cazador, algunas le dejarán huella para toda la vida, pero ha demostrado no tener miedo.
  Llegó lleno de inquietudes, y ahora le veo marchar con la mochila cargada de ilusión, la va a necesitar, y mucha; en este horizonte que nos están preparando no se ven más que nubes, y solo la utopía de vivir con dignidad nos puede ayudar a que nuestro mundo no sucumba en la tiniebla.
  Ya se va, y en una semana creo que he conseguido el objetivo de esta primera instrucción: prepararle para soñar. Pero también necesito agradecerle las horas compartidas, en él he vuelto a encontrar mis propios pasos de aprendiz, mis primeras anotaciones en esa hoja de ruta que una y mil veces tendrá que cambiar. Y quizás ahora, gracias a él, soy consciente de que mi camino recorrido hasta la fecha ha merecido la pena; he comprendido que ya soy capaz de enseñar, puedo conseguir transformar un espejismo en la ruta hacia el oasis. Por fin me he convertido en la serpiente que siempre ambicioné ser, competente para inocular el veneno que endurece la sangre de todo navegante.
  Se lleva la carpeta cargada de proyectos, y mi esperanza de vérselos cumplir. Él se siente capaz de afrontar la travesía, y yo sé que una vez que su barco zarpe no podrá dejar de navegar, espero encontrármelo en muchos puertos y compartir las típicas hazañas de taberna que, como buenos marineros, siempre serán exageradas.
  ¡Buena suerte camarada! Recuerda la historias que te he contado y hazlas tuyas algún día, como suyas las hicieron los que a mi me las contaron. Y nunca olvides que ninguno nacimos aprendido, a todos nos tuvieron que dar el primer empujón, y por tu actitud sé que tú no romperás la cadena.

Oscar da Cunha

21 de julio de 2012 

viernes, 13 de julio de 2012

EL 600


  Le acompañé hasta el fondo profundo del pabellón, allá donde todo está más oscuro por lejano del portón de entrada, y porque es el trozo de tramo donde no se encienden las fluorescentes, donde se almacenan las cosas que menos merecen ser vistas.
  —Ahora te bajo los documentos, igual tardo… Con el lío que tengo sobre la mesa…
  —¡Tranquilo! No hay prisa —le contesté mientras él subía las escaleras hacia la oficina—. ¡Total sólo me has jodido media hora esperándote en la puerta!  —esto último no se lo dije, no hubiera sido oportuno.
  En pleno mes de julio, sin una sombra en las trescientas hectáreas inmediatas, aproveché el descanso tomando el sol plácidamente en el sofá de cuero de mi Ferrari descapotable, el que me acabo de comprar con el reembolso de mi última declaración de renta.
  Enseguida adapté a la escasa luz ambiental mis felinos ojos de topo, y lo vi. Acurrucado en una esquina, asustadizo, avergonzado por la opulencia de sus congéneres actuales. Un Seiscientos rojo. Me acerqué despacio para no espantarlo y se dejó acariciar. Por la capa de polvo que lo cubría deduje que hacía mucho tiempo que nadie le había dedicado la menor atención.
 Lo Miré de frente y esos ojillos redondos y  pequeñitos, bordeados por sus pestañas cromadas, me  arrancaron la sonrisa que siempre viene de la mano de los buenos recuerdos. No pude resistirme a abrir la puerta derecha, la mía, la que siempre traspasaba cuando aún creía que los Seiscientos para llegar a la luna serían como el nuestro, pero más alargados y de otro color.
   Miré a mi izquierda y allí estaba mi padre, agarrando el volante con aquellos guantes de piloto, con los dedos recortados, imprescindibles para dominar aquella máquina devoradora de kilómetros, ese dragón de distancias, ese bólido capaz de trasladarnos rápidamente a otros mundos, desconocidos para nosotros.
  Y me veo, en julio del 68, descubriendo, desde mi asiento, por primera vez, el Mediterráneo. Ese, para mí, misterioso por sereno mar, en  el que no se producían los continuos cambios de paisaje a los que el Cantábrico, con sus pleamares y  bajamares, me tenía acostumbrado.
  Aquella pequeña aldea de pescadores que era l´Estartit, con las jarcias de los pocos barcos de recreo que empezaban a aparecer en su puerto sonando con la brisa de levante. Las inexploradas islas Medas, donde seguramente podríamos encontrar los restos del Polifemo de Ulises. Mi padre me había advertido que sería una aventura peligrosa: “Son multitud los tiburones que las protegen pero yo conozco una ruta secreta, y no tendremos dificultad en llegar”. Como siempre quise creerle, echando, una vez más, una ojeada a la balsa hinchable que llevábamos en el asiento trasero. 
  Recuerdo atravesar los Monegros con cuarenta grados de temperatura, el pecho descubierto, sin miedo a ese simún que entraba por las ventanillas mientras la aguja de nuestro bólido lanzado a la carrera intentaba alcanzar los cien kilómetros de velocidad. Las múltiples paradas para repostar el agua que aquella magnífica máquina digería con más avidez que la gasolina.
  Y juraría que los Seiscientos del 68 eran enormemente más grandes que como los veo hoy en día. Domingos de río, cuatro adultos y tres críos. Mesas, sillas, paellera… y aún sobraba espacio para la alegría que nos empujaba a realizar el camino cantando las típicas viejas canciones que solo se deben cantar cuando uno es feliz.
  Todoterreno sin igual, conseguíamos atravesar la nevada del port d´Envalira, en la madrugada de invierno, meando bajo las ruedas para fundir la placa de hielo. Y compañero de pocos problemas, alicate y destornillador bastaban para afrontar hasta la más grave de las averías.
  —¿Qué tiempos, eh? —El cliente había bajado ya las escaleras y me despertó del sueño.
  —¿Está en venta? —Lo que yo pretendía era comprar recuerdos.
  —No, es un capricho. Lo quiero restaurar.
  —¡Cuídalo! Es una joya. ¡A saber lo que habrá vivido!
  Cruzamos nuestra mirada, en ese momento, ambos, estábamos de vacaciones escolares, era julio…

Oscar da Cunha

13 de Julio de 2012

lunes, 9 de julio de 2012

LA CUARTA PUERTA


  Otra jornada agotadora. Sólo a mí se me ocurre estrenar calzado con treinta y dos grados anunciados ya desde primera hora de la mañana.
  ¿Dónde quedaron aquellos tiempos en los que los zapatos y la ropa nueva se reservaban para los domingos? El breve paseo de mediodía, por la ciudad antes de las dos “Mirindas” en la cafetería del centro, y las patadas al balón de Angelito en la plaza del quiosco de la música se encargaban de ir ahormando los “Gorila”, preparándolos para la temporada de lluvias, en la que se convertirían en compañeros inseparables de los cuadernos y los libros. Incluso las primeras apreturas se arrinconaban con la ilusión de la pelotita verde que venía de regalo en la caja.
  Otra jornada agotadora, problemas con clientes, clientes con problemas, e incluso problemas que venían sin compañía. ¿Para que quejarse? No había sido distinto del día anterior y no lo sería del siguiente.
  Me dejé caer en la tumbona de la terraza tras pincharme en vena un vinilo de Oscar Peterson. El sol empezaba a despedirse por el ocaso dorando las aguas del río, y la refrescante humedad que anuncia la noche se abría camino desde el Cantábrico.
  ¡Tampoco había sido tan mal día! A ese empresario de la cita de las cuatro también la gustaba la pintura de Antonio López, y la discusión sobre las ficciones de Borges resultó un bálsamo. Además, seguramente íbamos a poder sacar a esa chica del paro. Habría que invertir tiempo en formarla, pero ella apuntaba buenas maneras; un hijo y un divorcio resultan ser la fascinación necesaria para salir del laberinto.

  La quemazón en los dedos me sacudió del sopor; no os aconsejo relajaros con un cigarro encendido, de hecho no os aconsejo encender un cigarro. Con suerte, si todo el mundo dejará de fumar yo podría comprar el tabaco más barato, esa batalla la perdí hace mucho tiempo.
  Me sorprendió el intenso color rojizo que envolvía el crepúsculo. Conozco bien las diferentes tonalidades de los atardeceres, las luces del amanecer, las de la medianoche, y todo cuanto acontece en esos momentos en los que los gatos comenzamos a ser pardos. Esa coloración, anómala por estos valles, me inquietó. Peterson había terminado su concierto, y el silencio había ahuyentado la refrescante brisa. Algo no iba bien, todo aparentaba estar interrumpido. Observé ese cielo rojo, ya sombrío, durante unos instantes, sólo dos o tres nubes aún más oscuras, inmóviles como brasas extintas en un limbo estático.
  Al ponerme en pie me di cuenta de que mis movimientos eran lentos, como el último parpadeo antes de conciliar el sueño final. La atmósfera era espesa, cálida, más densa que el aceite, y percibí que mi interior, justo bajo la piel, estaba vacío.
  Sentado en el murete de piedra el anciano me miraba con sus ojos blancos cristalinos, escondidos entre la profundidad de sus incontables arrugas. Su pelo, también blanco, llegaba hasta sus hombros cubiertos por una túnica cuyo color me resultó imposible definir.
  —¿Eres tú, verdad? —me costó que el sonido saliese pesadamente de mi garganta, de hecho pese a que sólo nos separaban dos metros mi voz tardó varios segundos en llegar hasta él.
  —¿Quién sino? —su voz sonaba cansada, lejana. Me llegó densa mientras se generaba un eco profundo con sus palabras. —Soy el único que te queda, ¡y ya ves!, yo también me hecho viejo.
  —¿A qué te refieres? —pregunté mientras la sensación de angustia empezaba a dominarme.
  —A lo que estás empezando a percibir. ¡Mira a tu alrededor! ¿Ves a alguien?
  Me giré, la que era mi casa presentaba un estado ruinoso. La pintura desconchada, apenas quedaban un par de contraventanas de madera podrida. Cristales rotos. Pero lo que en verdad me zozobró fue ver los restos de varias macetas rotas, abandonadas entre montones de ramas secas, trozos de cemento informe y tierra negra. Ni una flor, nada vivo. Los geranios, los claveles, las azaleas, las hortensias, las calas… Todo el color, la vida y los olores que con tanto cariño Lou mantenía constantemente envolviendo nuestra pequeña parcela de mundo habían desaparecido.
  —¿Dónde están los míos? —mi pregunta sonó suplicantemente ridícula, pero ya no pude retirarla.
  —¡Ya no están! Hace mucho, mucho tiempo que dejaron de estar.
  —¿Qué has hecho esta vez? ¿Qué me has quitado?
  —¡Nada! —Sus ojos blancos me miraron serenos antes de girar su cabeza trescientos sesenta grados y volver a clavarse en mí, esta vez con violencia. —El tiempo ha hecho su trabajo.
  —¿Murieron?
  —Todos.
  —¿Mi mujer, mi familia, mis amigos, mis animales…?
  —¡Todos! —gritó molesto por mi insistencia.
  —¿Cómo fue? ¿Sufrieron?
  —¡Bah, detalles, detalles! ¡Qué más da! Cada uno fue cruzando la puerta con las circunstancias que le correspondieron…
  —¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué has querido dejarme solo? —le interrumpí. Comenzaba a sentir el dolor de la soledad, un pozo profundo bajo la piel, dentro de mí; un viento poderoso que aspiraba mis recuerdos, que anulaba mis sueños. Tan sólo era un pellejo sin vida, nadie con quien reír, con quien sufrir, nadie a quien recordar; era mucho peor que estar muerto.
  —¿De qué me sirve continuar viviendo sin ellos, de qué ha servido todo el camino recorrido si ahora ya no me queda ni el recuerdo de haberlo compartido?
  —Es el desierto de tu alma –me contestó con mirada cansina, vieja.
  —¿Ahora entiendes lo que siempre buscabas? Lo tenías a tu alrededor, dentro de ti;  y tú constantemente intentando encontrar un tesoro escondido más allá de lo trascendente.
  —No he podido llorar a quienes tendrían que haberse marchado antes que yo, ni despedirme de los que me debieron haber sobrevivido; compartir el último adiós, justificar cada paso de nuestras vidas. No sólo quiero morirme, quisiera jamás haber estado. Ni siquiera recuerdo ya sus caras, sus voces, sus olores. Me has convertido en un muñeco de trapo que nunca tuvo vida, el muñeco al que jamás sacaron de su caja y nadie jugó con él.
  El anciano exhaló un suspiro. —Has abierto la cuarta puerta, la de la verdad, ahora ya sabes donde moraba tu alma, y ya sólo yo puedo ayudarte.
  —Necesito dejar de respirar, incluso olvidar que alguna vez tuve vida. Sin ellos, sin su recuerdo… Duele más el olvido que la ausencia, la soledad que la pérdida. ¿Puedes ayudarme a dejar de estar? ¿Puedes lograr que nunca haya existido? —le supliqué.      
  Sin levantarse del murete el anciano extendió su brazo, los blancos ojos cobraron la vida de un millón de muertos.
  —¡Dame la mano! Será muy cálido.
  Me rendí, todos tenemos una voluntad incapaz de superar ciertas pruebas. Se puede renunciar a una batalla, pero hay que saber entregar las armas cuando se ha perdido la guerra.
  Sobre mí, el cielo había sustituido la oscura tonalidad rojiza a cambio de una tenebrosidad invisible.

  Le comencé a tender la mía cuando noté sobre mi hombro una cálida mano, suave, conocida. Me acarició de nuevo la húmeda brisa marina, y me sobresalté al escuchar las risas de las últimas gaviotas que sobrevolaban el río.
  —¡Te has quedado dormido! ¡Entra ya! Se está haciendo tarde para cenar.
  Al reconocer su voz, levanté la mirada envuelto en sudor, el cielo, aún con tintes azules, estaba lleno de estrellas. La terraza volvía a lucir llena de colores y olor, y mis gatos, tumbados, encontraban el calor de la tarde que aún conservaba el asfalto. La abracé, mis ojos se hundieron en su cara.     
  Con la última corriente de aire sonó un golpe de madera sobre metal.
  —¿Qué ha sido eso? —me preguntó.
  —No lo sé, pero se ha cerrado.

Oscar da Cunha

9 de Julio de 2012