domingo, 5 de octubre de 2014

ESOS QUE NOS SIGUEN

Son reales, no es un presentimiento. Si estáis atentos podréis comprobarlo pero no os asustéis. El miedo no es más que una sensación provocada por la percepción de una amenaza, es un mecanismo de defensa que todos llevamos configurado por defecto.
¡Apagadlo!
El miedo nos limita, es una cortina que inconscientemente extendemos para evitar ver lo que pudiera encontrarse escondido entre esas sombras donde nuestra imaginación nos traiciona.
¡Descorredla! Abrid la cortina y mirad hacia atrás. ¡Rápido!
¿Los habéis visto?
¿No?
Empecemos de nuevo.
Si os falta una mano sois mancos, si no tenéis oído sois sordos, y si la vista es vuestro vacío sois ciegos. Pero, pese a todo, si conseguís cerrarle la puerta al miedo… podéis ser libres. No es tan fácil, quizá sobre el papel parezca que yo sea un experto pero tengo las mismas limitaciones que cualquiera, mi puerta del miedo es tan compacta como la oscuridad de una noche sin luna en el fondo del océano. No establece diferencias entre el silencio y el trueno, entre la soledad y la multitud, el miedo siempre reclama su espacio y sólo con el antídoto de unas escasas gotas de imaginación que derramemos en cuanto acontece a nuestro alrededor podemos frenar su veneno.
A veces.
Y esas veces consigo verlos, por eso sé que no son un producto de mí imaginación —está ocupada cerrando esa puerta del miedo—. Resultan anodinos, imperceptibles, nadie les saluda al cruzarse con ellos, nadie parece verlos, nadie los recuerda, como si nunca se hubieran interpuesto en nuestro camino. Diría que no llegan de ningún sitio ni tienen un destino al que dirigirse. Sólo están. Siempre en la espalda de cada uno de nosotros. Del mío, he llegado a notar su aliento y su extraño olor que me recuerda al del hierro candente en la fragua, y al volverme, se aleja con rapidez negándome su rostro. Huye, dejándome la incómoda percepción de tener a alguien que vigila mis movimientos, siguiendo cada uno de mis pasos, y empiezo a intuir que es capaz de descifrar mis pensamientos.

Esta pasada noche me ha parecido perfecta, un manto de negras nubes encubriendo la escasa luz de la luna creciente y en el desolado camino que llega a mi casa la oscuridad más absoluta. Soledad, y el silencio apenas roto por el lejano sónar de un autillo entre el bosque. Trescientos metros, poco más de trescientos cincuenta pasos sintiéndome solo hasta que he notado esa sensación pisando mi sombra, y en la boca el sabor metálico de un caramelo de acero.
No me he girado porque sabía que él iba a huir. He permanecido inmóvil en esa tierra que se convierte de nadie cuando la tiniebla absorbe el territorio que has cruzado y el que te queda por atravesar. ¿Miedo? La oportunidad de sentirlo ya estaba desperdiciada. El miedo tiene su momento previo a la acción que pretendemos acometer; después, evoluciona transformándose en impulsos y he de insistir en que la curiosidad es uno de mis más poderosos. No he sido lo bastante rápido intentando sacar mi paquete de tabaco del bolsillo cuando he escuchado su voz por primera vez.
—No lo enciendas, estamos mejor así.
Esa voz me recuerda la decepción que experimento cuando escucho la mía en una grabación. Siempre he considerado que los dos inventos más crueles de la humanidad son el micrófono y el espejo.
—¿Quién eres? —pregunto.
—¿Y tú?
—¡Qué tontería! —le suelto—. Yo sé quién soy.
—¿Estás seguro? ¡Cuéntamelo!
Nunca es fácil describirse a uno mismo, menos aún descubrirse. Recurrimos con facilidad a lo que pretendemos ser, al personaje que intentamos proyectar en los demás. ¿Qué somos, nuestra realidad o esa adaptación que manoseamos para mostrarnos ante el mundo?
—¿Qué versión prefieres?
Me permito una cínica sonrisa. Él está a mi espalda y además la oscuridad es buena aliada para esos momentos en los que al gesto le conviene ser discreto. Pero él ha percibido la inflexión, esa provocadora ironía en mi pregunta que desencadena el testimonio que me estaba reservando.  
—Yo soy tu primera versión, la real. Esa que encierra tus desengaños por los sueños no conquistados, tus frustraciones por lo que dejaste atrás, condenando al olvido tus incapacidades. Yo soy tus fracasos, tus mentiras, tu soberbia, soy esa persona que no tendió la mano amiga a quien la necesitaba, el que camina orgulloso para ocultar su fragilidad. Soy todo lo que no te gusta de ti y pretendes olvidar. Por eso nunca me ves, por eso huyo cuando te giras, porque el miedo a afrontar tu realidad es mayor que la voluntad de volver para reparar esos humillantes recodos en los que te vas desprendiendo de tu calidad humana. No soy más que la cara oscura que te asusta de ti mismo. Pero, aunque el miedo te ciegue, también soy tú.

Me giro con rapidez intentando descubrir mi rostro en él y no consigo ver más que una parda silueta que huye hasta fundirse con la noche, la silueta de una recóndita parte de mí que se me sugiere ya excesivamente grande. Deshago los trescientos metros de soledad con paso lento, el autillo ha callado y entre el absoluto silencio ha vuelto el miedo, pero no es más que miedo por lo que soy. Por lo que quizá todos somos.

Oscar da Cunha

5 de octubre de 2014 

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