viernes, 17 de octubre de 2014

UN DESTINO EN ROJO


Todas las mañanas madrugaba antes de lo acostumbrado para llegar una hora más tarde al trabajo. Todas las mañanas se detenía en el mismo puesto de flores para elegir un ramo cuyo color combinara con esos ojos que él se imaginaba pero nunca había llegado a conocer. Todas las mañanas escribía el mismo texto en una tarjeta que sabía que ella todavía no iba a ser capaz de leer.
Entraba en el hospital y utilizaba las escaleras para subir hasta la tercera planta. La rutinaria pregunta a la enfermera de turno en el control, y la misma respuesta:
—Todavía no ha salido del coma.
—¿Hay esperanzas?
—El golpe en la cabeza ha sido muy fuerte pero los médicos son optimistas, es una mujer joven. No pierda la fe.
Unos ojos vidriosos al girarse, y la triste mirada de la enfermera compadeciéndose de esa espalda que se dirigía hacia la habitación 314.
         El mismo ritual tras entrar. Extraer el ramo del día anterior, cambiar el agua del jarrón y colocar las recién compradas. Ni una sola mañana sin flores frescas. Una mirada a esa cabeza envuelta en vendas y las lágrimas, unas irrefrenables lágrimas a unos centímetros de competir con la lluvia que golpeaba los cristales de la ventana. Una prudente caricia sobre la mano de ella y la promesa de siempre:
         —Esta tarde vuelvo.
         Una agotadora jornada en la oficina, sin descanso, sin salida para comer por amortizar esa hora perdida cada mañana y, entre las últimas luces de la tarde, de nuevo las tres plantas que conducían a esa habitación donde la sabía postrada, inmóvil y ausente de una realidad que le había sido robada. Sentado en el borde de la cama, Neruda, Machado y García Lorca le prestaban su voz para ella. Hasta que con la noche ya rendida, la enfermera le indicaba que debía de marcharse. La hora de visitas superada largamente pero nadie en el equipo médico quiso jamás refrenar la intensidad de aquellas horas que él le dedicaba.
         Solitario, daba la jornada por concluida recorriendo el largo corredor, consternado, con sus libros en la mano y la mirada perdida en un instante de un pasado que con su implacable potestad sobre el tiempo nunca concede segundas oportunidades.
         Durante los fines de semana, convertía esa habitación 314 en su casa. Le contaba de los colores que la primavera había traído, del verano que se fue empujado por un otoño que estaba desnudando los árboles y, en cada hoja, se deslizaba grabada una historia en la que nunca faltaba ella. Masajeaba sus pies imitando el viento de octubre, y le susurraba a esos oídos, todavía rotos, que afuera había mucha vida esperándole para iluminar con su sonrisa mil mañanas de invierno sin sol. Y, cada noche de domingo, le prometía que al siguiente ninguno de los dos seguiría allí.
         Con su vehemencia se ganó el respeto de los médicos y la afectuosa admiración de todo el servicio sanitario. Se convirtió en el solitario visitante al que nadie se negaba a consolar. Tal vez el admirador anónimo, ese amante secreto que no admite la renuncia, y en cuyo corazón siempre estaría escrito con esperanza el nombre de ella.
        
         Fue la mañana de un martes, como cuando todo comenzó, como cuando nunca, nada, debió de haberse roto.
         —Ha salido del coma, está consciente.
La severa mirada de la enfermera del control y el dedo acusador del médico le forzaron a darse la vuelta. La puerta del ascensor estaba abierta y no se arriesgó a ser abordado por las escaleras. Cruzó el vestíbulo a la carrera y salió a la calle. La vida se decide en pequeños instantes y él escogió la luz roja para atravesar la calle. Al conductor del autobús de la línea del hospital le resultó imposible conseguir pisar el freno a tiempo. Hay veces en las que sólo son necesarios dos metros para justificar que un reloj se detenga para siempre.

En la habitación 314 ella no podía apartar su mirada del ramo de flores y aquella nota que iba incluida:
“Lo siento, nunca conseguiré perdonarme no haber sido capaz de controlar mi coche en aquel semáforo en rojo”.   


 Oscar da Cunha

17 de Octubre de 2014


5 comentarios:

  1. Leyéndote hoy.OSCAR, pienso que has escrito para esa amiga común en cuyo hogar ayer hizo 2 meses que el reloj se detuvo para siempre. Gracias por compartir este relato que es muy hermoso,incluso para quienes más directamente somos víctimas de semáforos en rojo,Stop o errores humanos que todos cometemos.Otro abrazo y no quiero ser cansina pero ya sabes donde se te echa de menos.

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  2. Estuvo en mi memoria, como siempre lo está desde que me tú misma me trajiste ese regalo que con tanta ilusión Ella me dedicó y que tengo colgado en mi despacho frente a mí.

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  3. Querido, Óscar, me conmovió tu historia pero...no me gustó es final que no le corresponde. La chica despertó porque se enamoró de su compañía...del susurro de sus libros, del ruido del agua y del celofán de cada mañana y del música con palabras que él elegía para ella. Abandonarla entonces fue una putada!!
    Tu verás, pero de acuerdo a la lógica poética, tienes la obligacíón de cambíar el final!! Un beso.

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  4. Jajaja, me encanta tu comentario pero en este relato manda el destino, y ese nunca se casa con la lógica poética.
    Un beso Begoña y gracias por pasarte.

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  5. Begoña,estoy muy de acuerdo con Oscar...y con la VIDA en la que todo no es celofán y miel.También hay hiel, aunque poesía como la tuya y prosa como la del Salao diluyan su amargo retrogusto.Muxu ¡

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