sábado, 13 de diciembre de 2014

UN VIEJO LIBRO

          Para los poco más de cuatro amigos que me leéis, una advertencia: si estáis buscando un poco de literatura, lo siento, aquí no la encontraréis. Pero si lo que queréis es saber algo más sobre mi mundo, adelante, este es un pequeño esbozo, quizá no sea suficiente para vosotros pero es todo lo que estoy dispuesto a ofrecer. De momento.

            Lo reconozco, soy un desastre y el desorden no es más que otro de mis defectos del que me gusta abusar. ¿Por qué no, si más o menos consigo localizar todo en mi laberinto particular? Y si además lo trasladamos al mundo de mis libros, no me parece lógica una distribución por autores, materias, editoriales…, incluso la típica estructura, en cada estantería, para que todo luzca en una militar formación de tamaños y colores me parece una majadería. Cada volumen vive en el lugar que por su naturaleza considero que le corresponde. “La Divina comedia” de Dante siempre estará acomodada sobre el viejo tocadiscos en el que el “Réquiem” de Mozart espera a que la aguja comience a rascar el surco del Dies Irae. Los de Murakami se me amontonan con los de Vázquez Montalbán, ya sé que es una extraña combinación pero ellos se encuentran a gusto sobre los altavoces y, hasta la fecha, ni a Pepe Carvalho ni a Hoshino les he visto discutir cuando Chet Baker acaricia My Funny Valentine. A Balzac y Eco procuro mantenerlos separados, el suelo de mi escritorio tiene las suficientes esquinas, y lo siento por don Umberto pero el Père-Lachaise me pilla más a mano en ese rincón que todavía conserva mi memoria que su “Cementerio de Praga”. Los de mi primo Stephen King van por libre, y son capaces de instalarse en cualquiera de las telarañas que cuidadosamente mantengo para que en ellas se queden atrapadas sus pesadillas. A Baroja lo atesoro embalsamando entre mis recuerdos, y con su conspirador Aviraneta me siento más identificado que con ese espadachín fracasado de Alatriste.
          Por supuesto que hay más y que nunca llegarán a ser demasiados. Intrigas, romances, fantasías y realidades, ensayos y farsas, clásicos y de vanguardia, épicos, poesía y sátira, policíacos, biografías…, y hasta alguno que no fui capaz de terminar y que por respeto al autor no mencionaré, jamás admitiré en público haber comprado una novela de Clive Cussler.
          Pero el otro día…, me encontraba buscando un párrafo de Saramago que no terminaba de recordar con mi habitual irresolución, hasta que me di cuenta de que estaba recorriendo los pasos de Combray, perdido por “El camino de Swann”. Nunca me ha gustado el té, ni siquiera el de tía Leoncia, y fue mordisqueando una de las magdalenas de Proust cuando me fijé en Él. Era un viejo volumen, engañosamente ignorado, sin título y con dos ingenuos cierres metálicos que no pretendían encubrir ningún secreto. Me senté en el suelo porque estaba más cerca del libro y le pregunté:
          —¿Tú quién eres?
          Me molestó que no me contestara y su primera reacción al soltar los pasadores fue el perfume que me envió. Un olor a invierno del sesenta y uno, a carbón de cocina económica y a espejo satisfecho reflejando un niño, todavía en pañales, con una pelota en blanco y negro. En la siguiente página estaba escrito el nervioso pedaleo de una máquina de coser, bajo una impertinente radio de madera que no parecía incomodarse por las lágrimas de una desconsolada Amelia al enterarse de que su amor por Fernando —uno más de los que se marchitaban en las novelas de aquellas tardes grises de modista—, era imposible porque él ya estaba casado.   
          Seguí pasando pétalos de papel con aroma a vuelo de gaviotas sobre una descarada sonrisa de espuma que se impacientaba por llenar de sal una toalla. Mientras, una joven morena con un cigarrillo en la mano de la misma marca que los que mi madre consumía, huía de la marea poniéndole una mueca a otro joven cuya pícara dentadura blanqueaba bajo una bronceada calva como la ausencia de pelo en la cabeza de mi padre. Y Dandi, nuestro callejero de pura raza, ladraba sin conseguir espantar a las olas, porque lo de Poseidón no es más que una patraña y el mar sólo obedece al canto del sol y al susurro de la luna.
          Otra página me acercó el sabor de la letra D, que en algunas escaleras se encuentra enfrentada con la A. ¡Qué ignorantes son algunas puertas! No se dan cuenta de que sus cerrojos no son valientes cuando dentro de ambas se sueñan las mismas ilusiones y se sufren parecidas realidades; y hay tres caminos para cruzarlas, la amistad, la alegría y el dolor. En ese capítulo me distraje tanto como para convencerme de que aún sigue abierto, y ni siquiera los que ya se fueron conseguirán que el aura de su recuerdo pase de hoja, porque la tinta con la que fue escrito tiene raíces más profundas que las de un roble.
          Volví a deslizar mis dedos para avanzar retrocediendo. La señora de la foto, con unos labios tan finos que podrían pintarse a plumilla, sus gafas cuya montura hacía dos guerras que había renegado de imitar al nácar, pelo blanco e idéntico acento francés que el de mi abuela paterna, pretendía convencerme de que l´eau se pronunciaba “lo” y que tenía la misma transparencia que el agua. Me pareció de lo más insensato, cuando tan sólo era necesario abrir el grifo y escuchar su murmullo; o atravesar el cristal de la ventana, en las tardes de invierno, y comprobar que resultaba un desprecio llamarles gotas de “lo” a aquellas lágrimas que, sobre mi mano, la tristeza de un cielo incomprendido había querido compartir.
          Cambié mi postura sentado sobre el mismo suelo que se empeñaba en girar como un adagio a mi alrededor, y el viejo libro aprovechó alguna vuelta que me negué a contar para destaparme unas líneas en las que, aun escritas con carcomidas palabras, conseguí recuperar el recuerdo de aquel olor que desde Chocolates Elgorrriaga perfumaba, cada mañana, un camino al colegio que se pisaba con botas de goma sobre charcos de cristal; y siempre sonriéndole a esa temeraria ansiedad que, apretando los dientes y con más piel de gallo que de gallina, me llevaba a sentarme en el mismo pupitre en el que aquella morenita se convirtió en mi primer amor y yo en alguno más de sus muchos ¡déjame en paz! Gracias a ella la tabla del dos se convirtió en mi preferida porque era la primera en pasar por catorce, pese a que con un amañado siete de corazones bajo mi manga se asomó el verano sin llegar a ver el suyo.
          Y me encontré, sin pretensiones de odiarla, con aquella página en la que tras un, “Feliz Navidad hijo mío”, se presentaba una fotografía con el color metálico de la torre Eiffel, y porque ninguna ausencia se debe guardar entre hojas sino en el alma y porque alguien más diablo que yo me convenció de que, en ocasiones, todos nos veremos obligados a alguna distancia en nuestra vida, por eso aún la conservo. Y ya que hablamos de postales, duelen peor verlas marchar que la herida que produce recibirlas, y además está demostrado que llueve más en el “no puedo olvidarte” que en el “no me ha olvidado”. Ese capítulo me confirmó que hasta las mejores amarras se pueden romper, y a partir de ahí, nuestra mano ya no se volverá a deslizar por ellas con esa suavidad que tuvo durante los tiempos en los que la familia navegaba en el mismo barco; se recompone con comprometidos nudos en los que la nostalgia del pasado, sin ningún tipo de tregua, se atasca en aquellos temporales en los que sufrimos intentado negociar con la soledad.
          Y seguí deslizándome entre anversos y reversos en los que estaban descritos caminos que llegaron de visita y otros en cuyos cruces me perdí, luminosos bulevares, y tramposos y oscuros atajos por los que decidí asomarme, y a los que les debo lo que soy y que me deben lo que nunca pude ser. Amigos que me esperan en el otro lado porque se hartaron de este, amores llenos de otoño y en cuya primavera yo no quise creer, y respuestas con preguntas que, en cada momento, no tuve la esperanza de saber encajar. Engranajes oxidados por haber perdido la provechosa costumbre de utilizarlos, orgullosas grullas que, en la temporada que les corresponde y tras volar sobre mi cabeza, decidieron quedarse en ese Sur del que nunca volverán y que con sus alegres trompeteos todavía se siguen riendo de mi envidia, huellas profundas marcadas en un suelo que no estoy dispuesto a barrer, porque de eso está compuesto el pasado y si comentemos el error de borrarlo nos comprometemos con un presente vacío y un futuro sin patria en la que apoyarse.
          Despacio, volví a dejar el viejo volumen en esa parcela de suelo que ya estaba decidida a pertenecerle y entonces me contestó:
          —Quedan muchas páginas en blanco. Hojas que tendrás que seguir rellenando hasta que te llegue el séptimo día.
          Sin duda, todos tengamos un libro con el que sumergirnos en muchos de los intermedios que se nos van quedando por el camino, con viejas canciones que se encarguen de ir acomodando la banda sonora que nos corresponda. Entretanto, nos encontraremos comprobando que los rostros que se reflejan en las ventanas siguen siendo los nuestros aunque mudemos de piel. Buscad el que os ha sido asignado en la tramposa geometría con la que está trazado el mundo hasta que consigáis adivinar vuestra verdadera silueta.
          Yo seguiré intentando descifrar la mía mientras voy grabando con mis pasos los papeles que me quedan por interpretar. Y si tenemos suerte y nos seguimos viendo por aquí…, ya os contaré.
         
Oscar da Cunha

13 de diciembre de 2014 

2 comentarios:

  1. Intenso y profundo, hermano, como todos tus relatos. Una delicia su lectura. Un muy fuerte abrazo.

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  2. Magnífico texto, Oscar. Tu mejor estilo; tu fuerza y tu poética sin velos, sin trampas. Y tu mala costumbre, como buen norteño, de no respetar el vocativo; de utilizar a esa manera tan vuestra algunos tiempos del verbo... Todo perdonado cuando el texto, por auténtico, dice tanto. Un abrazo grande.

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