Nunca me han
dado miedo las tormentas. Mejor dicho, nunca me han dado miedo los espectáculos
que nos regala la naturaleza, incluidas las tormentas. Quizá sea por este
caprichoso clima en el que me ha tocado vivir que acostumbra a pararse y
arrancar de forma violenta en todas las estaciones y apeaderos, con billete de
ida y vuelta, sin cambiar de las mismas veinticuatro horas.
Pero a partir
de la del otro día… Y ahora, en cada una que vuelva a venir, intentaré buscarlo
a él sabiendo que no lo volveré a encontrar, porque hay errores para los que la
vida no te da segundas oportunidades, es su cruel manera de enseñarnos dónde
deberíamos haber puesto el eje, el punto de atención que produce ese
desequilibrio entre el detalle y la esencia. Y a veces, esas veces que no
vienen con marcha atrás ni tecla de suprimir, por ser el tipo listo que pretende
ponerse el traje de héroe del detalle, terminas convertido en el canalla que
despreció esa esencia. Porque, ¿quién iba a imaginar que hay momentos en los
que la esencia sólo puede agarrase a ti? Y el detalle… el detalle no tiene
ningún valor por sí mismo si está perdiendo la esencia de la que depende.
Más
de dos horas comprendiendo lo que soportó Noé y tocaba abrir la puerta y salir
del coche. ¡Maldita cuesta en la que encontré hueco para aparcar! Si yo no
hubiera sido el destinatario de ese hueco…, pero echarle la culpa al destino es
como ponerle una denuncia a Rolex porque a tu día le ha faltado esa hora que
has desperdiciado intentando convertir el rabo del gato en su quinta pata.
Atravesé la
cortina de agua para refugiarme bajo el saliente del balcón del primer piso.
También podría culpar a los arquitectos, los días de lluvia sólo deberían
construir edificios con ventanas. Y me detuve. La acera era estrecha, demasiado
estrecha, ¿en qué piensan los de urbanismo? Y entre aquel niño y yo no mediaba
más de un metro. El suficiente para ver como se empapaba —justo con sus pies en
el bordillo mientras miraba perplejo cómo, a su barco de papel, se lo llevaba
el torrente que no era más que un afluente del río en que se había convertido
la avenida donde desembocaba la cuesta—, pero no el suficiente para discernir
entre el detalle y la esencia. Corrí tras el barquito y me sentí como un
guardacostas intentando atrapar aquella planeadora que, por la velocidad de la
corriente, parecía estar equipada con más caballos que la duquesa de Alba.
Terminé la cuesta, y doblaba la esquina cuando me desentendí del golpe seco que
sonó a mi espalda y, por fin, en la avenida, la rueda de un vehículo aparcado
me convirtió en el superhombre que iba a devolver al niño su barquito.
Subí despacio
la pendiente, con sonrisa de triunfador entre la gente que con la desolación en
sus caras tampoco corría por intentar huir de la lluvia. El cuerpo del niño
estaba inmóvil, tendido sobre una corriente de agua incapaz de seguir mojándolo,
con sus ojos negros mirando hacia un diluvio que ya no podía ver y bajo una
tormenta que para él duraría la eternidad. Un automóvil abandonado con la puerta
abierta en el centro de la cuesta y su conductor con lágrimas desesperadas
junto al chiquillo.
—Se me ha
echado encima, de repente, ha saltado justo delante del coche y con este suelo
empapado he patinado. ¡No he podido hacer nada para evitarlo, nada!
Con un rápido
gesto escondí la mano dentro de mi chaqueta, la mano que portaba el barco de
papel, el detalle. Cuando, frente a mí, la mujer a la que ya no le importaba
que la compra del día no supiera nadar, repetía con labios temblorosos.
—Yo tampoco he
podido evitarlo, lo siento pero no he podido. Sólo le he escuchado gritar:
“¡No, déjalo, déjalo!”. Pero esta maldita cuesta, el peso que llevo y mis
piernas…
De fondo
llegaba, entre el tumulto del agua golpeando el suelo, el sonido distorsionado
de una sirena. Una inútil sirena al rescate de una vida ya perdida. Un niño, la
esencia, que hacía escasos minutos se desentendía de su barco mientras yo era
incapaz de entender que no había sido el mundo sino yo quien había decidido
desentenderse de él.
Volví a mi coche
y me senté llorando vinagre, incapaz de recordar para qué había aparcado allí
pero comprendiendo por qué. La vida se alimenta de pequeños detalles, la muerte
le imita. Y entre detalles la esencia cambia de bando.
Saqué el
barquito y lo deshice desplegando el papel. Con tinta roja y letra infantil encontré
un pequeño texto que se convirtió en sangre sobre mis manos.
Navega
barquito, navega libre, te digo.
Recorre el
mundo y vuelve para contarme lo que has visto.
Que nadie te
pare, que nada te hunda.
Yo te esperaré
siempre, a este lado de la tormenta.
Hasta
convertirme en el capitán que sueño.
Para ir
contigo a ese puerto donde viven las sonrisas.
Navega niño,
navega libre, me dirás.
Pero no
recorras mundo, recorre personas.
Porque en
ellas están los puertos que sueñas.
Hasta que nada
se pare, hasta que nadie se hunda.
No seas
capitán de barcos, sé capitán de orillas.
Porque en
ellas se duermen las tormentas.
Oscar da Cunha
3 de junio de 2015
Es que "a priori"; Oscar, no sabemos nada de nada; ni de versos, ni de intenciones. Desgraciadamente, es solo "a posteriori" que somos sabios. De todas maneras, el gesto te honra!!
ResponderEliminarUn abrazo.
Desde luego, Begoña. Vaya faena que nos hicieron a los humanos con esto de la inteligencia, con lo felices que son los orangutanes…
ResponderEliminarBesos, amiga, y gracias por estar ahí.