domingo, 28 de junio de 2015

LA ÚLTIMA VUELTA


Querida Julia.

Recuerdo todos y cada uno de los momentos de acompañada soledad que han contenido mis pasos por la vida desde aquél, ya extraviado en el tiempo, día en el que mi madre tanto insistió en enseñarme a leer y escribir para entender por qué merece la pena caminar. Y ahora, que mis agotados ojos apenas si consiguen distinguir las letras, que los rigores de la edad me obligan a resignarme con lo que ya quedó escrito y la melancolía de lo vivido se desordena en mi cabeza, sé que ha llegado el ineludible compromiso de recogerme en lo escaso que de mi memoria todavía se resiste a desaparecer. Pero la calma no llega, no sé por qué se esconde y desatiende mi llamada. Aún contemplo el azul del cielo y el verde que nace de la tierra y descubro que no han sido otros los colores de mi bandera. Todavía escucho el trino de los pájaros en los que encuentro un himno y confieso que con todo ello he ido configurando mi patria. Y ésta no es más que la condición de haber sido amado por la naturaleza que tuvo a bien concederme la correspondencia en el sentimiento, y no se debería aspirar como sublime testimonio afectivo de cualquier principio aquel que no provenga de otro ser humano.
La mejor versión de mi vida se me ha presentado como un cuadro sin passepartout, desnudo, ningún borde, ningún adorno que distraiga la mirada porque, la pintura, ese retrato de a dos que nunca se sometió a envejecer, lo realizamos gracias a los mejores materiales con los que puede desearse un boceto para cuya culminación han convenido dos almas. Y es ahora, cuando de largo traspasada la barrera de mis transidos ochenta años, cuando el piano interpreta esa vieja melodía que me confirma que siempre hubimos soñado con lo mismo y un estructurado conjunto de compases no me ayuda a marcharme hasta ese mundo creado a nuestra medida y del que no terminamos de entender por qué hemos salido, cuando comparto con Baudelaire que habría que añadir dos derechos a la lista de derechos del hombre: El derecho al desorden y el derecho a marcharse. ¿Acaso no son uno solo?
El desorden que me habita no me impide recordar aquella, la primera noche en que te conocí. Me acerqué al carrusel atraído por la sinfonía de ensueño que envolvía la cabalgata girando alrededor de un tornasol con aroma de fiesta en verano de pueblo, y sobre el más bello alazán estaba tu sonrisa. Esa sonrisa que decidiste convertir en el por fin descubierto faro gracias al que la nave a la que le fue encomendada acoger mi sentimiento alcanzaba siempre puerto. Ese sereno puerto en el que, pese a la algarabía de gaviotas y el salobre trajinar de añoranzas que dentro de mi cabeza sólo traían repetido tu nombre, distinguía el saludo de tu blanco pañuelo como delicada señal de esa inmaculada seda que bajo tu vestido respetaba ausencias cuanto ansiedades el tiempo se había permitido robarnos.
Se me desordenan, pero a ello tengo derecho, tus dorados cabellos al desfibularse tras la delicada cortina que entrañó una y mil veces nuestro calor. Se me desordena el centenar de perfumes, esos que con el paso de los años tu piel fue adoptando para adaptarse a cada estación por no renunciar a la eterna primavera que yo te prometí pero tú guardaste. Y tolero el desorden de las caricias que pendientes quedaron para refugio de lágrimas en cada despedida, cuando el  carrusel se resignaba a girar sin nosotros, y tu alazán, solitario, sosegaba la rueda del tiempo hasta la siguiente vuelta en la que encontrarnos, de nuevo, abrazados y desatendiendo cada nueva arruga que hubo tenido la osadía de nacer en el entreacto.
Se me desordenan, ahora que entiendo que ni la del sonido ni la de la luz son la velocidad más rápida sino la de memoria, esos recuerdos de cuando estuviste hasta el día en el que el dios de la soledad me condenó a comenzar mis giros en este imparable carrusel del olvido. Y siento que vas despareciendo de mi alma, castigada como mis ojos, hasta esa oscuridad en la que por haber perdido el ayer se repudia el mañana. No sé si la naturaleza es sabia, pero puedo afirmar que la sabiduría no implica justicia aunque a ella tenga que resignarme. Y reivindico, ya que me ha sido concedido el derecho al desorden, también el derecho a marcharme. Que ambos van unidos y sin el uno ¿para qué necesito el continuar? Y mi deseo, antes de convertirme en eterna estatua de piedra, es que mis últimas y desordenadas palabras sean para ti. Esta es mi vuelta final en este carrusel en el que hemos girado los dos. El perfume y color que durante nuestra vida me regalaste viajará en la flor, siempre fresca, de mi marchito corazón. Y aunque a partir de ahora te mire sin ser capaz de verte, te toque sin sentirte y te oiga sin llegar a escucharte, lo único que permanecerá grabado en mi silencioso interior es cuanto he sido gracias a tu nombre. Mi querida Julia.

*

Estimado caballero.

Durante años he recibido puntualmente sus cartas y ahora me arrepiento de no haber concedido respuesta a ninguna, pues creí ser víctima de un burlesco galanteo destinado a escarnecer mi merecida soltería. Recuerdo aquel carrusel que cada verano nos visitaba imprimiendo ilusión y color al paseo del muelle, y recuerdo el gran alazán, mi preferido, sobre el que mis adolescentes sueños de princesa de cuento cobraban vida y percepción, siempre a la espera de ese príncipe encantado que con el paso de los años se descubrió en el desengaño, aprendiéndome que la felicidad acostumbra a vivir escondida tras la mirada del más humilde de los jóvenes de cualquier pueblo.
A usted no lo recuerdo, aunque ahora sé que siempre estuvo allí, observándome mientras yo desperdiciaba cada instante intentando sustituir la realidad por el mentiroso trampantojo que fui construyendo sobre el falso reflejo de un espejo de colores. Un espejo ante el que he ido envejeciendo en soledad y que ya no me devuelve más que una colección de marchitos recuerdos en blanco y negro. Pero en este momento no puedo sino envidiarle, por haber sabido mantener una llama que ha protegido su alma con el mejor de los alientos, la esperanza; por haberse deslizado por una vida imaginaria pero, a diferencia de la mía, llena de sentimientos que en su deseo consiguieron hacerse realidad. A usted le aguarda la derrota por esos recuerdos que se desvanecen, a mí la amargura por tantos que habiendo podido compartir nunca llegué a saborear.
Hemos vivido la traición de dos almas condenadas a dos caminos, paralelos, que en todo su recorrido han mantenido esa distancia que ninguno, por diferentes razones, supimos atravesar. Hemos soñado las mismas ansiedades, las mismas caricias, despedidas y reencuentros, y aunque sus sueños de cada día no han tenido la fortuna de cruzarse con los míos de cada oscuridad, usted ha sido el afortunado por envolverlos con una cara y nombre, un perfume y una voz. En los míos, cubiertos por el satén de la noche, no he encontrado más que el vacío al desenlazar el estuche con el que me llegaban tramposamente engalanados. Y ahora que percibo que he sido amada, que mi belleza no se ha marchitado ajena a una mirada capaz de valorar que cada arruga es un triunfo cuando se consigue en compañía, que la memoria de en quién pude ser feliz tristemente se apaga, no puedo más que desear ese derecho a marcharme con usted, aceptar desordenarme entre sus recuerdos y aspirar a ese paraíso que sólo encontraré en su silencioso interior. Ahora he comprendido en ésta, su última carta, que todos tenemos un destino, pero este nunca se cumple de no invertir nosotros nuestro empeño en perseguirlo.
Le espero con mi blanco pañuelo, le espero para recuperar ese tiempo que nos ha sido robado, le espero en el otro lado, caballero. Ese lado en el que el carrusel nos conceda la oportunidad de la última vuelta que, para nosotros, convertida en primavera, ya nunca tendrá final.

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Oscar da Cunha

28 de junio de 2015 

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