miércoles, 29 de julio de 2015

¿CONOCEÍS 30-DE-FEBRERO?


En los pueblos ocurren cosas insólitas. En las grandes ciudades también pero, entre la multitud de la gente, lo extravagante pasa desapercibido. Esa cotidianidad con el conjunto que conforma el resto del vecindario, y que ofrecen las pequeñas aldeas, es lo que transforma lo inaudito en acostumbrado. Para ellos.
Lo que voy a contaros sucedió uno de los primeros días de este pasado mes de junio, y ahora que sé que no lo soñé me decido a contarlo porque…, bueno, yo me limito a relataros lo que pude ver y oír, aunque sé que no me vais a creer. Yo tampoco lo haría.
            Las tres de la madrugada, y yo volviendo de uno de los numerosos viajes que tanto me han hecho disfrutar promocionando… ya sabéis: “Mi infierno eres tú”. Música ambiental en el coche y la habitual conversación que persiste después de cada presentación:
            —No esperaba tanta gente —yo.
            —¿Eh? Ya —mi mujer.
            —¿Estás dormida?
            —No, bueno un poco, ¡déjame! —mi mujer.
            Continué rodando por la autovía de turno, la mirada perdida en el oscuro asfalto y decidido a mantener el diálogo con mi neurona preferida, la que siempre me da la razón. Hasta que me di cuenta de que una lucecita del tablero de mandos, una de color amarillo, había dejado de parpadear para instalarse en una alerta permanente. Se trataba de esa lucecita que te indica que el vehículo ya no está dispuesto a seguir sólo con aire en el depósito de gasoil. Tal vez si hubiese continuado por la autovía no habría tardado en encontrar una estación de servicio, o quizás, sin darme cuenta, acababa de dejar atrás la última disponible en los siguientes..., vete tú a saber, Oscarín, cuantos kilómetros. La idea de quedarme tirado en mitad de la carretera, a esas horas de la madrugada, no me sedujo; y además, creo, que aplicándote la nueva ley mordaza hasta te pueden llevar preso por ello. Pero la edad me ha confirmado que en las situaciones límite, sólo en esas, tengo más suerte que el propio Murphy. Y al momento, apareció un letrerito indicando salida hacia algo que marcaba, con esos simbolitos que ya forman parte de nuestro vocabulario viajero: una cama, un surtidor y una herramienta que todavía estoy por descubrir si te la prestan o están dispuestos a desmontarte el coche para terminar aconsejándote, sonrisa incluida, que llames a la grúa. Salí.
            Hay situaciones en las que uno se agarra al fuego de un soplete. El letrero se las traía: “30-de-febrero a 2 Kmts”. Me lancé.  
Al final de la calle principal, una cristalera iluminada consiguió diluir la sensación de Gary Cooper que me estaba invadiendo. Entré y pregunté con una de las escasas sonrisas de mi catálogo.
            —Buenas noches, estoy a punto de quedarme sin gasoil, me he despistado. ¿Podría indicarme si hay por aquí un surtidor abierto a estas horas, o en su defecto un hotel para pasar el resto de la noche?
            El tipo que estaba detrás de una barra con la desgastada madera de algún árbol que no sobrevivió a las guerras carlistas, apartó su mirada de la tele y me miró en silencio. Siguió mirándome en silencio. Y cuando intuí que iba a continuar mirándome sin responder…
            —Perdone, yo preguntaba…
            —Ya le he oído, no sea tan insistente. A 13-de-mayo nos va a costar despertarle para que abra la pensión, yo ni lo intentaría. Pero con 8-de-octubre quizás tengamos más suerte. Desde que le embargaron la casa duerme dentro del mismo surtidor, quizá con unos buenos golpes en la puerta…
            Hay respuestas que te desconciertan, otras te ahorran dinero en la peluquería porque vas viendo como te están, tomando no, devorando el pelo; y en ocasiones, echas de menos no llevar apuntado el número de tu psiquiatra de cabecera.
            —¿Me podría indicar donde se encuentra el surtidor? —Así escrita, parece una pregunta formulada con un tono normal, pero si hubierais estado allí sabríais como es la voz que emite un flan de gelatina—. Igual yo mismo…
            —¿Usted? ¡Quiá!, tiene las ojeras a la altura de la sonrisa del Joker ese de la película. Acompáñeme mientras la jefa le prepara algo que lo espabile. —Y mirando hacia una escalera que ya no sé si subía o bajaba, gritó—: ¡2-de-abril, el señor necesita un café y bien fuerte!
            8-de-octubre, apareció embutido en un mugriento mono que, incluso en ausencia de su inquilino, conseguiría caminar solo.
            —¡Leñe, 3-de-diciembre! ¿No sabes llamar al timbre? Me vas a tirar la puerta abajo.
            —No tienes timbre.
            —Y eso que importa, si empezamos a perder las formas en este pueblo ya no habrá quien viva.
            —¿Lleno? —me preguntó 8-de-octubre.
            —¿Coge tarjeta?
            —Para qué quiero su tarjeta, si no voy a llamarle.
            —Écheme cincuenta euros —le solté rascándome el bolsillo.
            Volví al bar. Con un moño como el de “la jefa” se podría nivelar la torre de Pisa, y la cantidad de metal que debía llevar el ingente número de horquillas con que lo sujetaba me coartó para pedirle cuchillo y tenedor, la consistencia del café hacía imposible removerlo con la cucharilla. Me dediqué a masticarlo.
            —Verá como le quita el sueño, lástima que no me dejen usarlo en el cementerio, algunos “inquilinos” dejaron cuentas pendientes, y eso que ya sabíamos…
            —¿Ya sabían… —Le suelen llamar intuición, y la mía me estaba  gritando que iba a perder el sueño durante unos días. Café aparte—. Perdone, 2-de-abril, ¿puedo llamarla así?
            —¡Claro! Es mi nombre, el que me corresponde.
            —Curiosa manera de bautizar a los niños con su fecha de nacimiento, normalmente se utiliza el santoral del día…
            —¿Nacimiento? –me interrumpió con gesto serio—. No, no, esa no es la fecha en la que nacimos, sino en la que vamos a morir. Todos lo sabemos en el pueblo, es mucho más cómodo, ya se imagina, por el papeleo, los preparativos y esas cosas.
            Casi todos los bares tienen un espejo detrás de la barra, siempre me ha parecido una tontería, pero esa noche me di cuenta de que cuando pongo cara de imbécil parezco un buzón de correos con dientes.
            —¿Qué tal ese café? —3-de-diciembre entró acompañado por el repiqueteo de la cortina de cuentas de la puerta.
            —Acojo…
            —Ya se lo dije, el café de la jefa es capaz de poner a cabalgar al caballo de Espartero.
            —…nado. ¿Y el año?
            —¿Qué año, el de la estatua?
            —No, me refería a  sus nombres, el día, el mes, pero falta…
            —¡Ah, eso está en el apellido —contestó 3-de-diciembre—. El mío es 2026.
            —Pero…¿Cómo lo saben? ¿Quién lo decide?
            —¡El alcalde! Él lo sabe todo, para eso lleva de alcalde toda la vida.
            —¿Y él? ¿Cómo se llama?
            —¿El alcalde? Hasta-el-fin-de-los-días. Pero como en el pueblo casi todos somos familiares, le llamamos Jamás.

            Ya en casa, he invertido tiempo buscando 30-de-febrero en todos los mapas, incluida la Guía Michelín que ahora es como el boletín oficial del estado de Dios. No os molestéis, no aparece; pero me temo que el diablo es capaz de esconderse en cualquier parte. Y conseguir ser alcalde.

            —¿Dónde estamos? —preguntó mi mujer, adormilada, mientras salíamos del pueblo.
            —En… 30-de-febrero.
            —Ya me parecía que hacía frío, sube la calefacción. Y ten cuidado con la carretera, 31-de-junio.


Oscar da Cunha

29 de julio de 2015 

domingo, 26 de julio de 2015

ESE GRAN MISTERIO

Dicen que lo que más atrae de una historia es la intriga, el misterio. Estoy de acuerdo, y en toda historia sucede como con la de nuestra especie, todavía estamos por descubrir qué nos hizo bajar de las ramas del árbol para terminar llegando a Plutón, y continuar siendo tan necios como para convertir el planeta más hermoso de nuestro sistema en un gran basurero en vías de desarrollo. Incluso llegará un futuro, que espero no haya olvidado nuestros errores, en el que, quienes desde fuera, y observando el color marrón de lo que una vez fue perfecto, intentarán desentrañar el misterio sobre quién pudo ser el romántico que decidió llamarle planeta azul.
Porque en un mundo en el que estamos llenos de preguntas sin respuesta, de respuestas equivocadas a preguntas que ni siquiera hemos aprendido a formular, de incógnitas que, pese a nuestra condición humana, nadie nos ha atribuido investigar. De este mundo donde hay menos conocido que por conocer, lo que más despierta mi curiosidad es el secreto que encierra ese vínculo capaz de unir a dos personas sin otro interés que el sentimiento.

Observo a esa pareja de acianos, arrastrando sus zapatillas sin perderse el uno el paso del otro, sin desprenderse de la mano a la que se han agarrado durante prácticamente todo lo que consiguen recordar de su vida, paseando entre una sociedad que ni entienden ni se molesta en preguntarse por qué les ha dado la espalda; caminando hacia un horizonte final que no tenga preferencias por ninguno de los dos, soñando con que hubo un mundo mejor pero que no les tocó vivirlo a ellos; y en ellos entiendo que se esconde el genuino misterio del que es portador el ser humano. Quizás hubo un momento inicial en el que la física les fue descubriendo que dos caminos terminan donde comienza un sólo camino, tal vez fue la química la que les envolvió en aquel primer baile cuando, hasta la sombra de los tilos más alejados de la plazoleta del pueblo, todavía llegaban los compases de “La Paloma” de Iradier y Salaverri; y ellos, empezaron a asumir que la distancia entre sus cuerpos ya había decidido acompañar al inevitable acercamiento entre sus almas. Pudo ser…, pero a mí me da igual porque yo a eso prefiero llamarle amor. Esa fórmula singular, invisible, que durante los encarnizados años que duró, ella soportó suplicando por no encontrar su nombre entre las bajas del bando que lo eligió a él. Que les ayudó a compartir el hambre que siempre acompaña a los escombros egoístas que se reparten por igual la victoria y la derrota, porque entre la gente de bien nadie gana una guerra. En la salud que, para quienes eligieron vivir con el corazón, toda una vida duró un sólo momento; y en la enfermedad, esa que con la edad les ha ido acercando sin escrúpulo al desahucio y a cuyo solitario reflejo en el espejo ambos han renunciado. En la riqueza, que nunca la hubo ni tampoco importó; como la pobreza, contra la que lucharon codo con codo, y si alguna vez llamó a la puerta, no faltó una ventana por la que escaparse juntos para comenzar de nuevo, con la misteriosa voluntad de comprender errores y compartir fracasos; porque para convivir con los éxitos, los compromisos necesitan raíces menos profundas.

Y en este mundo donde hasta el agua ha perdido su encanto, porque la química hace tiempo que nos desilusionó, explicándonos que tan sólo se trata de la combinación de dos átomos de hidrógeno por cada uno de oxígeno. Donde a nuestra luna y al sol les hemos perdido el respeto divino que un día tuvieron, y nos tenemos que conformar con una estrella de las medianas y un satélite sin vida; y no me sirve de consuelo que desde Venus, que tomó prestado su nombre de la diosa romana del amor, no se pueda bailar bajo la luz de su luna porque no tiene. En este mundo en el que la ciencia pretende racionalizarlo todo, acusando a las hormonas como la dopamina o la serotonina, no me resigno a aceptar el amor como un superficial concepto biológico, o incluso religioso que desmerece el amor a necesidades relacionadas con la supervivencia, y me entristece comprobar que algunos intelectuales pretendieron encasillarlo como un simple y filosófico comportamiento altruista; por ello me acomodo en el misterio de aquella inolvidable reflexión de Octavio Paz: “El amor es intensidad y por esto es una distensión del tiempo: estira los minutos y los alarga como siglos.”

Todavía conservo la esperanza al percibir en esas jóvenes parejas que, sin importancia de sexos, deciden lanzarse a una aventura siempre misteriosa en la que el amor, como dijo Stendhal, es como la fiebre: brota y aumenta contra nuestra voluntad. Porque cada momento con los que irán construyendo una vida será merecido si se consuelan unas lágrimas o se sonríe la alegría del otro. No les estamos dejando un camino lleno de rosas, pero ¿en qué momento de la historia lo fue? Y así como brotó y aún perdura desde los orígenes de nuestra especie, ese enigma que consigue mantener unidas a dos personas, incluso sobre una hoja de ruta llena de guijarros puntiagudos, les seguirá confirmando que no hace falta leer a Saint-Exupéry para comprobar que: “El amor no consiste en mirarse el uno al otro, sino en mirar juntos en la misma dirección”. Y cuando los veo recibirse, con un beso humilde como un amanecer de primavera, con una caricia sincera tal y como seduce el delicado arte de disfrutar en compañía, y los ojos brillantes sin miedo al misterio, porque a cada día le seguirá el misterio del siguiente y éste será un paso más, y en algunos pasos se gana y con otros se aprende, lo mejor que se me ocurre es dedicarles la frase de Bertrand Russell: “De todas las formas de precaución, tener precaución en el amor es quizás la más fatal para lograr la felicidad verdadera.”

Oscar da Cunha
26 de julio de 2015



domingo, 19 de julio de 2015

LOS BUENOS AÑOS


Nunca tiempos pasados fueron mejores, y así lo hemos terminado decidiendo. Hay una frontera que establece la edad en la que tienes que escoger alternativas; o te dedicas a vivir de recuerdos, o te lanzas, de nuevo, en busca de esas aventuras capaces de resucitar la adrenalina en cualquier pareja de trilobites.
Los últimos años han sido duros, para los dos; y cada uno ocupado en deshacer sus propios nudos, esos con los que la vida te va enredando las piernas para evitar que sigas corriendo, han distanciado nuestros encuentros. Y aquellas llamadas diarias: ¡hay olas!, hace tiempo que se sustituyeron por unas eventuales cenas de fin de semana.
Empezamos recordando nuestras primeras grandes mareas, las que a bordo del destartalado 4x4 buscábamos recorriendo el litoral, con Joe Cocker desde la vieja radio invitándonos a conservar el sombrero puesto. El miedo en la piel, cuando aún estábamos en la orilla, tabla en mano, discutiendo sobre cual sería la remontada correcta. El primer contacto con la sal, ese que intenta convencerte de que no te preocupes porque tú también provienes del mar. Nos fuimos acomodando con el viejo regusto de borrascas en las que nos conformábamos con no perdernos de vista entre montañas de agua. La soledad compartida en medio de un azul que no perdona errores, y la amistad que forja bailar con la misma compartiendo emociones.
Viejas fotos en las que uno tenía más pelo y el otro menos canas, ¿quién las sacó? Sonrisas en la orilla con los brazos ya gastados y las piernas aún conservando los últimos compases de esas vibraciones que sólo la naturaleza, cuando pincha rock duro, es capaz inyectarte en las venas. La mirada de admiración de los que todavía no han acumulado las suficientes escamas; pero, desde la arena, no se han perdido todos y cada uno de nuestros detalles, esos que son los importantes y se deciden sobre la ola en menos de lo que dura cualquier fracción de segundo, y los fotografían en su memoria con la firme decisión de que ellos serán el relevo en el que a nosotros, nos llegará un día en el que, nostálgicos, soltaremos ese: ¿te acuerdas?
Esa traidora resignación que, por un: “total eso ya lo hemos vivido”, te empuja a decir no, cuando, antes, nuestra voluntad sólo se hubiese enfrentado al dilema de si por la izquierda o por la derecha, aun sabiendo que por ambas era casi imposible, pero ese “casi imposible” era el que ambos despreciábamos cambiándolo por un: “ese casi es suficiente”.
Y la última abdicación cuando, al tirar la toalla sobre la arena, nuestros cuerpos caen con ella; y la fascinada mirada de la chica del minúsculo bikini es para otros bailarines, esos que, atravesando el esperpéntico espectáculo orillero de los surfistas de verano y tabla de alquiler, desaparecerán remando hasta la gran pista, esos dominios de Poseidón donde la única alternativa es formar parte del mayor espectáculo del mundo.
Pero nuestra última reunión ha sido especial, quizá la acertada decisión de sustituir esa mariconada del foie por auténticos chipirones nos ha revuelto un estómago largamente necesitado de sal gorda. Nos va a hacer falta sujetárnoslos con fuerza para evitar que se nos atolondren en la garganta, pero eso serán dos días, los primeros; y habrá que apretar en verano para preparar la temporada de invierno, cuando los vientos del noroeste nos acerquen nuevas marejadas entre las que volveremos a sentir que los buenos años nunca hay que guardarlos en los viejos calendarios, sino salir a por ellos antes de se escapen de entre los dedos; porque para los mejores, y nadie nos va a convencer de lo contrario, todavía nos queda mucha cuerda.

Oscar da Cunha

19 de julio de 2015


viernes, 17 de julio de 2015

LÁGRIMAS EN PÚRPURA

¡No, otra vez no; otra vez amanece! Supongo. La oscuridad se disuelve como el beso de la muchacha que se llevó el tiempo perdido, porque hubo un tiempo en el que las horas tuvieron precio y hasta perderlas consiguió parecerme importante. Pero ya pasó. Y esta vieja manta que no me protege, que desnuda el alba cuando ésta es enemiga del alma, y la mía…, la mía se niega a abandonar el blanco y negro de su santo y sueña. ¡Maldita vida real! ¿Por qué todo se ve en color? ¿No se da cuenta de que el color daña? El crepúsculo, ese embustero maquillado en carmín que sólo me complace cuando el día —¡por fin — se ahoga dentro de la botella, cuando consigo engañar a la realidad con sueños que ya no me pertenecen porque, para soñar de noche vale cualquiera, y a mí se me olvidó hacerlo despierto, que es donde deben soñar los vivos. Esta aurora mentirosa se convertirá en azul, el silencio en biografías decididas a continuar escribiéndose mientras yo, lo seguiré intentando, pero no terminaré de borrar la que alguna vez viajó conmigo. Reniego del pasado porque no me interesa malgastar un presente entre cartones sobre el que seguir ignorando un futuro que me alcanzará en cualquier esquina sin farola; como la que me robó a mi último cómplice, fiel, como yo, al hambre. Claudicó, convencido de que existe un cielo para los perros al que yo jamás podré acompañarle; porque a los de mi casta, a los que ya vivimos en el fondo del infierno, nos seducen las llamas de las escaleras cuando arden.
Nunca se tienen compañeros de viaje cuando se ha decidido no seguir viajando; cuando no se hace camino porque no pretendes que nadie siga los pasos que te llevarán a ninguna parte y asimismo te niegas a dar; y aquellos de ayer, los que has ido barriendo para evitar volver a esa tentación que desapareció para no regresar por la memoria de un miserable, se han convertido en arrugadas imágenes en sepia donde, a tu rostro, cuando aún sonreía, nadie le habló de las diferentes máscaras con que se disfraza el futuro. Pero no finjáis compadecerme, dejó de interesarme compensar gratitud ese día que me contó que la hipocresía ya la tengo amortizada. Tanto como ese instante en el que comprendí que la amistad que se compra, termina el periodo de garantía coincidiendo con el último plazo de la hipoteca que, equivocadamente, una vez decidiste pagar. Y ya perdí el interés en volver a ser, como los demás, una persona; y me pregunto, si alguna vez lo intenté, ¿por qué se me concedió probarlo? Disfruto de mi rendición asumiendo que pronto llegará —¡por fin!— ese último cielo púrpura, sin necesidad de manta y, tumbado sobre mi cartón, descansaré para llorar con las definitivas lágrimas de un castrado vino amargo, lágrimas de felicidad por desaparecer en la eterna noche. La única que se compromete sin pedir a cambio más que lo me queda, mi oscuridad, la transparente tiniebla que ninguno ve en este mundo que sólo se interesa por el brillo.
Satisfecho por no dejar necesidad en nadie, por no vaciar más espacio que el contenido en la indiferencia, no hay mayor esperanza que haberla perdido. Esa sensación de que todo quedó atrás, y por delante, cuando ya no caben más fracasos, cuando la perspectiva no interesa, el horizonte sólo admite ese púrpura final, el único que llora por ti.    

Oscar da Cunha

17 de julio de 2015


martes, 7 de julio de 2015

UNA DE DIOSES

Yo no debo ser de dioses porque nunca he escuchado la llamada de Dios, de ninguno. No desdeño que sea porque de normal ando ocupado, colgado del teléfono, y su convocatoria me pilla comunicando, pero tengo buzón de voz y siempre devuelvo todos los toques. He de admitir que yo tampoco soy propenso a molestarles con mis cuitas y tal cual están los tiempos, con tantas desgracias en cada domicilio, no me apetece meter horas enfrentándome a una línea saturada para después ser desatendido por la monótona voz de una grabación de centralita indicándome que: “si su llamada es por enfermedad de un familiar pulse uno”; “si está pensando en suicidarse marque dos”. ¿Quién pulsaría el dos una situación así? En todo caso mi teléfono no tiene tecla de infinito, o sea que la asistencia por suicidio queda descartada. Que nadie me malinterprete, no tengo ninguna intención de subir prematuramente al paraíso, entre otras cosas porque dudo de que sea más divertido que este jardín de infancia en el que se está convirtiendo nuestra sociedad. Y al infierno tampoco puedo optar porque, por lo visto, lo han cerrado por quiebra y el primo Lucifer anda loco intentando pillar hueco en algún despacho que no haya sido ya ocupado por cualquiera de los muchos angelitos que, sacando tajada de nuestra candidez, nos han ido cayendo del cielo y superan con creces su C. V.
Y por esto que va y me entra complejo de gilipoyas, con y griega, que con los aires que corren ha demostrado más cojones que la doble l, de llorar de pobre. Porque de dioses precisamente no andamos flojos. Los tenemos de todos los palos: religiosos —estos siempre han sido los más chungos—, desde los que te mandan el impreso de excomunión por ponerle ojitos al vecino del mismo sexo, mientras le colocan la mitra obispal al pulpo que tiene a los chiquillos de su diócesis más sobados que el fondo del monedero de un ama de casa; hasta los que no se cansan de soplarles la oreja a esos iluminados que, no conformándose con robarles la vida a cuantos se atreven a humanizar con humor a quién, precisamente, parece tomarse a chiste que las mayores fuentes de riqueza y el hambre se descalcen bajo el mismo templo, tampoco son capaces de entender que la historia que destruyen también fue la suya. Desde los que en su nombre levantan muros para proteger una identidad cuyos únicos fundamentos son el poder de las armas y un arca que sigue buscando Indiana Jones, y que guarda el certificado notarial de que ellos son el pueblo elegido; hasta los que, no creyendo mas que en la soberanía omnipotente de su propia reserva federal, llenan sus billetes con ese “En Dios confiamos”, dando por hecho que el monopolio divino de la verdad está de su lado y no en el de las libertades y los derechos que, aun a día de hoy, sólo son conceptos que se les atragantan cuando cualquiera de sus vecinos en esta pelotita que habitamos pretende ejercer sin pasar por caja.
Pero conforme nuestra sociedad abanza —con b de borregos—, a este olimpo de ilustres vanidosos no dejan de abordar babilónicas pateras atestadas de nuevos dioses con camisetas de colorines y peinados de diseño. Estos son más tangibles; cuando no están pegándole patadas al balón, hasta se les puede llegar a entender —derrochando esfuerzo aunque hablen nuestra misma lengua—, porque llenan más horas de tele que los añorados discursos de Fidel. Componen la versión de la deidad más moderna y cercana al individuo. Se compran, se venden, se alquilan y se traspasan; siempre por módicas cantidades que podrían quitar el hambre a la mayoría de países del tercer mundo, o del cuarto que, aunque se empeñen en negarlo, ya abunda por muchas de nuestras ciudades. Son los dioses con los que sueñan todos los niños del planeta en convertirse algún día, pero desgraciadamente esa llamada tampoco ha sido nunca para mí; todavía le estoy pagando los plazos al cristalero que se encargó de reparar el resultado de mi último balonazo. Llenan estadios con capacidad para convertir el Circo Máximo de Lucio Tarquinio Prisco en un teatro de guiñol. Y desatan más pasiones que la confirmación de la segunda venida de Cristo a la tierra. Se les concede poder para cambiar más pronto de camisa que de camiseta; y bajo su influencia, el mismo pueblo que un día se siente uno, grande y libre, al siguiente, se afana en demostrar que ha dejado de ser grande para ser más libre porque la unidad subyuga.
Y si ya teníamos circo, nos faltaba el pan, que en chino no tengo ni puñetera idea de cómo se llama pero se come con palillos. Porque ahora todo es muy fino por gracia de esos otros nuevos dioses que con el brillo de sus estrellas están convirtiendo la cocina de la abuela en una exploración científica envidiada por el CERN. Resulta difícil estar a su altura, y ya no bastan los tradicionales cubiertos para desentrañar los misterios que ocultan sus platos. ¿Dónde quedó aquel cocido de garbanzos, tan humilde como honesto que te permitía ver cómo iba disminuyendo la ración a medida que, a golpe de cuchara, se llenaba tu estómago? Los experimentos de estos nuevos dioses del delantal ya no se comen, se sufren con complicadas herramientas de última tecnología; y aquel plato clásico, redondo y con fondo, ha sido sustituido por un inmenso prototipo de vanguardia con suspensión y climatizador, ocupado por un afligido y solitario garbanzo cuyo interior está relleno con materiales venidos de otro mundo. Ya no saboreamos con el paladar sino con el microscopio, en unos templos conformados como el backstage de la morgue de París, y en cuyas paredes abundan sofisticados photoshop en blanco y negro del chef de la casa, acompañado por famosos con la visa plutonio entre los dientes. Pero esa es la llamada divina que menos me preocupa, y tengo suerte de no recibirla porque yo me niego a ir más allá del menú del día en bar de carretera.
Hay muchos otros dioses sobre los que escribir, pero acabo de quedarme sin tinta en el lápiz. Y como nunca han faltado, ni faltarán, nuevos dioses en esta desorientada especie a la que pertenezco, y de la que cada vez estoy más convencido que nos hicieron la putada convirtiéndonos en descendientes del mayor estúpido de los monos; me acuerdo de ese simio al que expulsaron del paraíso por escuchar una voz a la que jamás debió prestar atención.

Oscar da Cunha

7 de julio de 2015