Yo
no debería haber escrito este relato. Resucitar el pasado, mirar debajo de la
sábana de mis fantasmas y convertirme en el delator de una serie de
acontecimientos que confirman que detrás de toda realidad sigue habiendo más
elementos que complementan la verdad. Porque hay ocasiones en las que traspasar
la barrera de la ficción te devuelve a un duro encuentro con la evidencia.
Porque
son esos otros pequeños detalles, esas minúsculas fracciones de irrealidad que
conviven con nosotros, las que, escondidas entre las más discretas esquinas de
nuestro cada día, se asoman, en determinados momentos, advirtiéndonos de que
quizá no deberíamos mirar más allá. Y aprender a conformarnos con lo más
sencillo, eso que llamamos lo real, la vida, que a
veces nos deslumbra con su belleza y nos conmueve por la delicadeza de cuanto
la compone; pero otras, se comporta de manera violenta, cruel, y la amargura de
sus arbitrarias decisiones nos agrede por su vehemencia.
Pero nuestro mundo no está organizado
en exclusiva con esos elementos que somos capaces de apreciar a simple vista. Tiene dos caras compuestas de luces y sombras, y dejarse atrapar por los melodiosos acordes del
raciocinio resulta tan peligroso como aceptar esa estupidez a la que ninguno
queremos renunciar. Porque si algo nos hizo humanos es el intento de llegar más
allá y, como Teseo, conseguir encontrar al monstruo del laberinto sin darnos
cuenta de que el verdadero monstruo es el propio laberinto al que nunca
venceremos.
Qué
mentiroso es el tiempo porque esto acaba de suceder hace treinta y seis años.
No sé en qué temporada estábamos pero yo sólo recuerdo un sol que ya ruborizaba
el poniente, mientras le ponía la pata a mi moto frente al bar donde acostumbrábamos
a reunirnos. Al entrar, cumplí el ritual de echar una moneda en la ranura de la
rockola y pulsar mis dos botones ya amarilleados: K 7. "Un caballo sin
nombre", de América. Una birra y a charlar con los colegas. Y las horas
escapándose entre risas, mañana tengo examen y no he preparado la chuleta, y
cómo se ha puesto de maciza la Amaia. Esas conversaciones que manteníamos
mirándonos a los ojos y entrometiéndonos en el aliento del amigo. Reconozco que
las actuales son más asépticas, pero el precio a pagar es conformarse con la
foto del avatar del wassap y ser el más rápido con los dedos.
Carlos
llegó tarde, malditamente tarde; pero culparle al tiempo es tan inútil como darle
cuerda a un reloj de sol. Yo ya me encontraba sentado sobre mi moto, a punto de
darle la primera patada al pedal de arranque y con la hora poniéndole ojitos al
bando enemigo. Malditamente tarde.
—Déjame
la moto un par de horas, tengo rollo con Amaia.
Si
había alguien capaz de conseguirlo era él, con su pelo ensortijado, ni rubio ni
moreno, con un color que parecía haber sido prohibido después de que a él le
fuera concedida la exclusiva. Su mirada azul asociada con la parte del cielo
donde soñaban las chicas, y ese don de la palabra capaz de conseguir
compromisos sin necesidad de embarcarse en promesas. ¡Joder, a su lado los
demás éramos vulgares aprendices!
—Ya
sabes que mis viejos no me dejan sacar la mía entre semana.
—No
puedo, Carlos, lo siento. Me conoces y siempre te la dejo, pero esta noche voy
pillado de tiempo.
Malditamente
tarde, pero hoy todo me sabe a excusas.
—Prueba
con Chendo, él tiene su "caballo" aquí parado y ya renegó de los
exámenes.
—Prefiero
la tuya, es como la mía y estoy más acostumbrado. La de Chendo es de monte y
con esos tacos en las ruedas no me acostumbro…
—¡Venga
ya! Si has camelado a Amaia no te van a acojonar unas ruedas.
Amanecía
el siguiente día, pero no para todos. A las siete y media, en el punto de
reunión habitual previo a decidir la excusa para faltar a clase, sólo se hablaba
de él: "No estaba acostumbrado, patinó, y me cago en la puta naturaleza
que colocó ese árbol en la curva donde se salió de la carretera"
Chendo
condenó los restos de su moto a pudrirse en el garaje familiar. Allí debe
seguir, me consta. Yo me condené a no olvidar que ni un par de horas ni dos mil
se cambian por la vida de un amigo.
El
viernes me abordó en la calle un joven vestido a lo pijo de hace treinta y seis
años. Me llamó la atención porque hoy en día nadie tiene tanto estilo con tan
poca edad. Pelo ensortijado, ni rubio ni moreno, con un color que parecía haber
sido prohibido después de que a él le fuera concedida la exclusiva. Mirada azul
asociada con la parte del cielo donde sueñan las chicas, y ese don de la
palabra capaz de conseguir compromisos sin necesidad de embarcarse en promesas.
—Déjame
diez euros, son para un taxi. Esta vez me vuelvo a casa.
—¡Carlos…
¿Tú? ¡Es imposible! —Pero no dudé en sacar el billete.
Me
lo devolvió con una sonrisa, aquella que todos intentábamos copiar frente al
espejo, pero con la que sólo él consiguió negociar un acuerdo.
—¿Imposible?
Imposible es saber lo que va a suceder dentro de cinco minutos, imposible es
olvidar lo ocurrido durante los cinco anteriores, y justo en el medio está ese
incierto lugar donde tomamos las decisiones.
—¿Por
qué no iba Amaia contigo? Estabas solo en la moto, todos lo comentaron.
—Porque
yo tampoco estaba en la moto, te lo acabo de decir. Estaba justo en el medio,
en ese incierto lugar donde se toman las decisiones.
Me
di la vuelta y me marché, porque no me parece justo escuchar las disculpas de
un muerto.
Porque
aun a día de hoy, sigo pensando que el mejor territorio para la conciencia es el
silencio.
Porque
hay historias de nuestra memoria que no se deberían publicar y tal vez ésta sea
una de ellas.
Y
porque yo no debería haber escrito este relato, pero no he podido evitar
hacerlo.
Oscar
da Cunha
6
de diciembre de 2015
*
Imagen: El Cuarto caballero. (Grabado de Gustave Doré)
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