domingo, 6 de diciembre de 2015

EL CUARTO CABALLERO

            Yo no debería haber escrito este relato. Resucitar el pasado, mirar debajo de la sábana de mis fantasmas y convertirme en el delator de una serie de acontecimientos que confirman que detrás de toda realidad sigue habiendo más elementos que complementan la verdad. Porque hay ocasiones en las que traspasar la barrera de la ficción te devuelve a un duro encuentro con la evidencia.
            Porque son esos otros pequeños detalles, esas minúsculas fracciones de irrealidad que conviven con nosotros, las que, escondidas entre las más discretas esquinas de nuestro cada día, se asoman, en determinados momentos, advirtiéndonos de que quizá no deberíamos mirar más allá. Y aprender a conformarnos con lo más sencillo, eso que llamamos lo real, la vida, que a veces nos deslumbra con su belleza y nos conmueve por la delicadeza de cuanto la compone; pero otras, se comporta de manera violenta, cruel, y la amargura de sus arbitrarias decisiones nos agrede por su vehemencia.
            Pero nuestro mundo no está organizado en exclusiva con esos elementos que somos capaces de apreciar a simple vista. Tiene dos caras compuestas de luces y sombras, y dejarse atrapar por los melodiosos acordes del raciocinio resulta tan peligroso como aceptar esa estupidez a la que ninguno queremos renunciar. Porque si algo nos hizo humanos es el intento de llegar más allá y, como Teseo, conseguir encontrar al monstruo del laberinto sin darnos cuenta de que el verdadero monstruo es el propio laberinto al que nunca venceremos.

            Qué mentiroso es el tiempo porque esto acaba de suceder hace treinta y seis años. No sé en qué temporada estábamos pero yo sólo recuerdo un sol que ya ruborizaba el poniente, mientras le ponía la pata a mi moto frente al bar donde acostumbrábamos a reunirnos. Al entrar, cumplí el ritual de echar una moneda en la ranura de la rockola y pulsar mis dos botones ya amarilleados: K 7. "Un caballo sin nombre", de América. Una birra y a charlar con los colegas. Y las horas escapándose entre risas, mañana tengo examen y no he preparado la chuleta, y cómo se ha puesto de maciza la Amaia. Esas conversaciones que manteníamos mirándonos a los ojos y entrometiéndonos en el aliento del amigo. Reconozco que las actuales son más asépticas, pero el precio a pagar es conformarse con la foto del avatar del wassap y ser el más rápido con los dedos.
            Carlos llegó tarde, malditamente tarde; pero culparle al tiempo es tan inútil como darle cuerda a un reloj de sol. Yo ya me encontraba sentado sobre mi moto, a punto de darle la primera patada al pedal de arranque y con la hora poniéndole ojitos al bando enemigo. Malditamente tarde.
            —Déjame la moto un par de horas, tengo rollo con Amaia.
            Si había alguien capaz de conseguirlo era él, con su pelo ensortijado, ni rubio ni moreno, con un color que parecía haber sido prohibido después de que a él le fuera concedida la exclusiva. Su mirada azul asociada con la parte del cielo donde soñaban las chicas, y ese don de la palabra capaz de conseguir compromisos sin necesidad de embarcarse en promesas. ¡Joder, a su lado los demás éramos vulgares aprendices!
            —Ya sabes que mis viejos no me dejan sacar la mía entre semana.
            —No puedo, Carlos, lo siento. Me conoces y siempre te la dejo, pero esta noche voy pillado de tiempo.
            Malditamente tarde, pero hoy todo me sabe a excusas.
            —Prueba con Chendo, él tiene su "caballo" aquí parado y ya renegó de los exámenes.
            —Prefiero la tuya, es como la mía y estoy más acostumbrado. La de Chendo es de monte y con esos tacos en las ruedas no me acostumbro…
            —¡Venga ya! Si has camelado a Amaia no te van a acojonar unas ruedas.
            Amanecía el siguiente día, pero no para todos. A las siete y media, en el punto de reunión habitual previo a decidir la excusa para faltar a clase, sólo se hablaba de él: "No estaba acostumbrado, patinó, y me cago en la puta naturaleza que colocó ese árbol en la curva donde se salió de la carretera"
            Chendo condenó los restos de su moto a pudrirse en el garaje familiar. Allí debe seguir, me consta. Yo me condené a no olvidar que ni un par de horas ni dos mil se cambian por la vida de un amigo.

            El viernes me abordó en la calle un joven vestido a lo pijo de hace treinta y seis años. Me llamó la atención porque hoy en día nadie tiene tanto estilo con tan poca edad. Pelo ensortijado, ni rubio ni moreno, con un color que parecía haber sido prohibido después de que a él le fuera concedida la exclusiva. Mirada azul asociada con la parte del cielo donde sueñan las chicas, y ese don de la palabra capaz de conseguir compromisos sin necesidad de embarcarse en promesas.
            —Déjame diez euros, son para un taxi. Esta vez me vuelvo a casa.
            —¡Carlos… ¿Tú? ¡Es imposible! —Pero no dudé en sacar el billete.
            Me lo devolvió con una sonrisa, aquella que todos intentábamos copiar frente al espejo, pero con la que sólo él consiguió negociar un acuerdo.
            —¿Imposible? Imposible es saber lo que va a suceder dentro de cinco minutos, imposible es olvidar lo ocurrido durante los cinco anteriores, y justo en el medio está ese incierto lugar donde tomamos las decisiones.
            —¿Por qué no iba Amaia contigo? Estabas solo en la moto, todos lo comentaron.
            —Porque yo tampoco estaba en la moto, te lo acabo de decir. Estaba justo en el medio, en ese incierto lugar donde se toman las decisiones.

            Me di la vuelta y me marché, porque no me parece justo escuchar las disculpas de un muerto.
            Porque aun a día de hoy, sigo pensando que el mejor territorio para la conciencia es el silencio.
            Porque hay historias de nuestra memoria que no se deberían publicar y tal vez ésta sea una de ellas.
            Y porque yo no debería haber escrito este relato, pero no he podido evitar hacerlo.

           
Oscar da Cunha

6 de diciembre de 2015

* Imagen: El Cuarto caballero. (Grabado de Gustave Doré)

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