viernes, 24 de junio de 2016

CHIRRIDOS

            La realidad no es más que esa cosa tan extraña que nos desconcierta. Irregularidades de la vida que nos negamos a aceptar porque tienen el capricho de saltarse el guión razonable con el que todo sale de fábrica. Ese resultado de la cadena de montaje en el que hemos sido incluidos y con el que nos conformamos, incluso nos pegamos la chulería de criticar a cuantos en vez de presentarse con la sobrevalorada pintura metalizada se pasean por la calle a rayas.
            ¡Porque chirrían!
            Y no seamos hipócritas, aquello para lo que no somos capaces de clasificar en cada cajón etiquetado con el letrerito que ya viene en catálogo, molesta. Como todo cuanto se salta las barreras de la racionalidad. Pero la verdadera racionalidad nunca ha tenido barreras, y eso nos coloca, si hacemos el esfuerzo de pensarlo, en una incómoda posición que no tiene otro nombre que el de gilipollas.
            Si lo trasladamos al mundo de la literatura (que es esa cosa llena palabras que se escriben para ser leídas, y siendo optimistas, reflexionar), nos encontramos, como lectores, con argumentos en el que al escritor se la ha ido la olla.
¡Chirría, joder!
            Cualquiera que se lance a esa aventura de escribir, sin pasar antes por la tele y si tiene la suerte de que algún editor lea sus primeras páginas, corre el riesgo de recibir una amable carta en la que es invitado a corregir numerosos párrafos, cuando no a modificar toda la obra. Alterar la realidad porque la que él ha descrito no es coherente. ¡Chirría, colega!
           
            ¿A quién se le ocurriría escribir una idiotez como la de Suika, un gato desparecido en el tsunami que asoló Japón en marzo de 2011, y que consiguió reencontrarse con sus amos tres años después? ¡Bórramelo, por favor, porque chirría, como un violín en manos de un orangután! Pero es verdad aunque nadie sea capaz de contar su odisea. ¿Cómo mantuvo la esperanza de reunirse con su familia?
Insisto: ¡Chirría, camarada!
            Pero la realidad es Suika.
           
            ¿Y qué me decís si alguien os contara esa otra sandez, la historia de Janice Keihanaikukauakahihuliheekahaunaele? Una hawaiana que consiguió modificar el formato de los documentos de identificación y licencias de conducir hawaianos para que su verdadero nombre pudiera encontrar hueco en los papelitos oficiales.
Lo siento, amigo. ¡Chirría! ¡Me lo borras ya!
            Pero la realidad es Janice Keihanaikukauakahihuliheekahaunaele.
           
            Lo de Timur no se lo pasarían ni al propio Joseph Rudyard Kipling, que escribió El libro de la selva. Timur es una cabra más de las que sirven como postre a los tigres siberianos en el Primorsky Safari Park de Rusia, y que gracias a su valentía terminó desarrollando una cercana amistad con el gran felino hasta convertirse en inseparables. ¡Anda no me jodas, eso sí que chirría!
            Pero la realidad se llama Timur.

            Y ahora va un listo y se le ocurre novelar el accidente de Alcides Moreno, un inmigrante ecuatoriano que trabaja de limpiacristales, y de cómo sobrevivió a una caída desde un piso 47 en Nueva York, cuando la probabilidad de continuar respirando en este mundo de majaderos tras un accidente de solamente tres pisos es del 50%.
¡Esto ni te lo publico, chirría hasta el título, socio!
            Pero la realidad se llama Alcides Moreno.

            Porque la verdad, esa cosa absurda que nunca estamos dispuestos a consentir, está llena de Alcides, Timur, Janice…
           
            Ellos se encuentran entre lo que yo llamo los "Suika" de la vida. Esos chirridos (me los rectifícas, colega) que no tienen ninguna lógica.
           
            ¿Pero qué sentido tendría el mundo sin muchos como ellos?

Oscar da Cunha
Día de San Juan 2016

           
* Suika:

* Janice Keihanaikukauakahihuliheekahaunaele:

* Timur:

* Alcides Moreno:

domingo, 5 de junio de 2016

Parte de algo

No había sido el miedo. Él no era capaz de ver en su interior, él no tenía eso. Se conformaba, como los demás, con un gesto, con una expresión de la que sacar conclusiones y esta vez se había equivocado. No intentaba engañarle, no a Padre, porque también vio dentro de él lo mismo que en el sueño ella le había contado. Pero ella no lo sabía.
            Alegría, tristeza y miedo. Esas eran la tres únicas caras que había aprendido a manejar desde que a Madre y Padre les tuvieron que separar. Recordó los buenos tiempos cuando estaba descubriendo nuevas sensaciones para las aún que no había investigado cómo ponerles una cara. Había podido ver en ellos dos lo que se siente cuando estaban solos. Después comprendió que no era ninguna novedad ver a una pareja follando, Matarranas tenía ordenador en casa y siempre se quejaba de que no sirviera para nota encontrar vídeos de puta madre, así los llamaba a diferencia del coñazo de programas que les enseñaban a utilizar en el colegio, pero sólo eran imágenes dentro de una pantalla, imágenes en las que no podía entrar a ver, imágenes fabricadas para mirar, separadas de la realidad como por el cristal de la pastelería cuando estaba cerrada y ese aislante te impedía oler y ver el sabor. No eran personas reales a través de las que poder ver, y él conocía muy bien la diferencia entre mirar y ver
            Cuando los vio pudo sentir esa sensación. No sabía cómo se llamaba, pero empezaba como un hormigueo ascendente por su espalda hasta ponerle la carne de gallina en el cuello, esa también era una emoción para la que algún día tendría que explorar cómo ponerle cara porque no funcionaba con los mismos resultados que cuando él se hacía una paja. Matarranas decía que era lo mismo, pero Matarranas tampoco tenía eso y no podía imaginarse que se pudiera llegar tan lejos, tan… ¿dentro?

            No, no había sido el miedo. Sabía que la palabra correcta se relacionaba con impaciencia pero no conseguía recordarla, y si no recordaba la palabra… ¿cómo ponerle cara? Por eso él se había confundido. Ensayaría frente al reloj, sí, ese sería el plan, esperar a que las horas empezaran a correr escapándose de las cosas, porque ahora estaba convencido de que iban ocurrir esas cosas, lo había dicho Madre durante el sueño, lo había visto en las ganas de Padre, y lo había visto en ellos dos cuando cruzaron esa mirada ante su cara de miedo, una de las tres desgastadas caras que con las que estaba acostumbrado a funcionar.

            Se había sentado sobre Melancolía, su roca de verano, esa que el cerro al que él llamaba Eclipse ocultaba del sol hasta media tarde. Allí era donde mejor continuaba viendo a Tato, ese compañero peludo al que ya no podría volver a mirar. Allí también conseguía volver a recordar la cara de Madre, aunque después de ya tantas lejanas noches… mientras le cantaba aquella canción… Esa la había olvidado porque siempre se dormía antes de llegar al final, y hasta que no consiguiese recuperar ese final de entre sus sueños no la podría cantar ¿Cómo se podía empezar una canción si no sabías cómo terminaba? Recordaba algunas palabras:

Una mujer morena
resuelta en lunas
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete niño
que te traigo la luna
cuando es preciso.

            Recordaba cuando Madre le decía que las había escrito un poeta que murió libre en la cárcel. Pero ahora pensaba que todo formaba parte del mismo cuento que ella le cantaba cuando él empezaba a ser niño, porque… ¿cómo se puede encarcelar la libertad si además los poetas nunca mueren? Aun así, lo más importante era la melodía, porque en ella se había quedado escondida la voz de Madre y esa ya no la podría recordar hasta que no llegase al final.
            Pero ahora no sentía lo mismo, quería celebrar la victoria, ¿pero cómo se podía celebrar una victoria cuando acerca de las cosas que tenían que pasar sólo un sueño le había prometido que iban a pasar? Todavía su capacidad para ver no le permitía llegar hasta el futuro, y lo de volver a tener a Madre no eran más que ganas.
            —¿Se pueden convertir las ganas en cosas que han pasado? —le preguntó a Tato.
            Sólo le respondió Tizón, el tordo que le cantaba desde el enebro que sobrevivía en el cerro. Pero a Tizón jamás llegaba a entenderlo, a ese tordo egoísta nunca había conseguido verle el idioma. Cantaba muy bien, pero cantaba en negro con letras quemadas, y antes de que pudiera traducirlas salía volando. Y Tato, desesperado por no poderlo alcanzar, le miraba con la boca llena de las brasas que ya no se podían leer. Tampoco se podía empezar un idioma si no sabías cómo terminaba.
            Agachó la mano para retirar los pelos que cubrían los almendrados ojos de Tato y le sonrió.
            —Ya no estamos solos, compañero. Ahora formamos parte de esas cosas que tienen que pasar.
             Y pudo ver cómo el animal le respondía aullando hacia el cielo.
            —No lo sé, Tato, no me han dicho que tengamos que hacer nada.
            Pedro levantó su cabeza imitando el aullido, porque Tato tenía razón y sólo en el azul infinito podía estar ese futuro, lo que llegaría después de las cosas que tenían que pasar. Y quizá su contribución a que pasaran era convencerse de que pasarían. Llamar al futuro, porque el futuro no podía ser sordo. No, no tenía lógica, si el pasado no era mudo y el presente hablaba y oía, ¿por qué un futuro minusválido? Sería una mierda pensar que todo se encaminaba hacia un tiempo con discapacidad, como hacia un viejo con una trompetilla en la oreja. ¿No les decía su profesor que ellos eran el futuro? ¡Vale, Josepito era gilipollas! Pero suponía que esa era la parte ridícula del futuro, la que a todos los demás les servía para descojonarse de risa.
            ¿Cómo se podía formar parte de algo, de unas ganas y de una promesa dentro de un sueño, si lo que tenías que hacer era… nada?
            Tizón volvió a cantar desde su enebro y Pedro le lanzó una piedra.
            —¡Cállate! ¿No ves que estoy pensando?
            Tato corrió tras el tordo pero sólo alcanzó la piedra que tras impactar contra el suelo regresaba deslizándose por la ladera de Eclipse. Era un canto redondeado. Pedro lo frotó entre las manos para limpiar de su superficie la tierra que lo cubría.
            —Has hecho bien cambiando la trayectoria, no quería hacerle daño a Tizón.
            Se fijó en que la piedra presentaba una hendidura, una curva que semejaba una sonrisa. Pero si le daba la vuelta el gesto se distorsionaba simulando un ceño fruncido.
            —¡Qué fácil cambias de humor! No eres tan sólida como pareces. ¿Quién diría que el mundo está hecho con trozos como tú? Pero puede que tengas razón.
            La dejó sobre el suelo y fue él quien giró a su alrededor.
            —No depende de ti sino desde donde se te mire. Ahora lo entiendo.
            ¿Cómo se dice lo contrario de sonrisa? —pensó—. Tampoco conozco esa palabra, así que de momento te llamaré Asirnos, que creo que significa lo mismo que agarrarnos.
            —¡Esa es la respuesta, Tato! Agarrarnos a las ganas, asirnos a las promesas, sólo de esa forma conseguiremos que pasen esas cosas que tienen que pasar.
            ¿Pero cómo se podía uno agarrar a las promesas? —se preguntó—, ¡Joe, siempre le tocaba la parte más difícil! Porque ver era mucho más complicado que mirar, pero sabía que enredar con las promesas estaba en Imaginar, y a ese sitio no le gustaba ir mucho porque se encontraba demasiado cerca de Decepcionar, y ya había comprobado que para volver de allí siempre se terminaba pasando por donde te recibía un letrero lleno de cagadas de pájaro: Bienvenidos a Llorar.
            Se quedó mirando a Asirnos mientras pensaba en el difuminado recuerdo de Madre. Su capacidad de ver le había ayudado a intuir que Padre lo había incluido entre esas cosas que tenían que pasar, pero dudaba de que Padre fuera capaz de entender lo que él había soñado. Él no pensaba ir a aquel hospital, porque él no se acercaba a esos lugares donde las personas todavía estaban a medio hacer, aún eran casi muertos, y los casi muertos nunca se terminaban de hacer mientras no cancelaran sus deberes con el otro mundo. Además, ya lo había dejado bien claro cuando Hermana Mayor se lo preguntó, y no quería seguir pensando en ello, había utilizado el plural para definir la unidad, como las tetas, y por eso las chicas tenían dos. Pero mirando a Asirnos se dio cuenta de que tampoco él lo veía tan claro. Tenía dos caras, plural, pero sólo era una piedra.
            Como lo que había en ese hospital y él no quería volver a verlo porque le asustaba.
            Tampoco conocía la palabra para una sola cosa aunque tuviera dos caras. ¿No las tenía él mismo y era un solo Pedro? A veces veía a Hermana Mayor como una tía de puta madre y se le ponía dura. Matarranas aseguraba que todavía se hacía pajas recordando la vez que vio a la suya en pelotas. Vale, quizás no eso no sirviera porque Matarranas se conformaba con cualquier cosa y la comparación era como un melonar contra una rosa roja. Otras, después de escucharla se dejaba llevar por la imaginación, y culpando a las pesadillas por regresar atravesando ese letrero lleno de cagadas de pájaro, sentía que el pito no se lo iba a encontrar ni para mear.
            Se guardó a Asirnos en el bolsillo. Tal vez sí que tuviera algo que hacer para ayudar a que pasaran las cosas que tenían que pasar. Si Padre no lo entendía le enseñaría la piedra, para eso no necesitaba ver, sólo mirar.
            Se despidió de Melancolía, y alborozado, terminó de bajar Eclipse con Tato escondido entre su sombra y bajo la atenta mirada de Tizón.
            Esa sensación sí que era de puta madre, ya tenía once años y por primera vez formaba parte de algo.

Oscar da Cunha

5 de junio de 2016